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De la burbuja al ‘giro’ gastronómico: las fases de un proceso, por Javier Pérez Escohotado.
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De la burbuja al ‘giro’ gastronómico: las fases de un proceso, por Javier Pérez Escohotado.
ACEC  13/12/2018



U na de las dos tendencias ha de helarte el corazón.

 

En la librería La Central del Raval, en Barcelona presentamos el 27 de noviembre de 2018 el libro de José Berasaluce El engaño de la gastronomía españolaPerversiones, mentiras y capital cultural.[1] En La Central, a la que acudo habitualmente y donde también he presentado algunos de mis libros, he comprado una obra, que he leído y regalado un par de veces: El giro, un auténtico éxito de ventas del historiador Stephen Greenblatt en el que se reconstruye el descubrimiento, en 1417, de una copia manuscrita del De rerum natura, de Lucrecio (99 a.C.-55 a.C.) en una biblioteca monástica. La importancia de esta obra no reside sólo en que se relate el hallazgo de un texto ya clásico, sino en que Lucrecio, en ese poema, resume y compendia la obra de Epicuro (342 a.C.-270 a.C.), filósofo griego que fue intencionalmente marginado de la cultura europea a lo largo de la Edad Media con acusaciones bastante insustanciales por parte de la Iglesia católica y otros agentes disolventes, incluido el corrosivo paso del tiempo. Pero Greenblatt expone y defiende la tesis de que, gracias a este manuscrito, la filosofía epicúrea vuelve a ponerse en circulación y su autor comienza a ser reivindicado por los mayores humanistas de entonces: Lorenzo Valla (De voluptate, 1431), Marsilio Ficino (Sobre el placer, 1497), Erasmo de Róterdam (El epicúreo, 1533) y, un siglo después, Francisco de Quevedo (Defensa de Epicuro contra la común opinión, 1635).[2] Para Greenblatt, el pensamiento de Epicuro nos hace más racionales y su filosofía significa el arranque de la modernidad, la que está en el fondo de toda la evolución científica occidental y la que sirve para arrinconar, aunque sólo sea parcialmente, las trazas del pensamiento mágico-religioso.


Sin pretender compararlo con el De rerum natura de Lucrecio, el libro de José Berasaluce hay que situarlo en el centro de lo que yo llamaría, por evocación de la obra de Greenblatt, «el giro gastronómico», momento en el que se comienza a hablar de la gastronomía de forma racional y razonable, o sea, con la razón y de manera crítica, a la vez que desinhibida.


Como vamos a ver, en España y en tiempo récord, hemos sufrido un proceso —otro, también grave— que se extiende desde la bautizada burbuja gastronómica al actual giro gastronómico. Los prolegómenos de la burbuja, dicho de forma concentrada, se pueden situar en la irresistible ascensión de Adrià y la moda, más bien morbo contagioso, de lo que se ha llamado de muchas maneras, pero con las acepciones más comunes de cocina de vanguardia, molecular y/o tecnoemocional.[3] Esta ascensión a la notoriedad despega desde el restaurante elBulli, en la cala Montjoi, que en 1976, con Jean Louis Neichel al cargo de los fogones, consigue su primera estrella Michelin. En 1990,[4] con Jordi Soler al frente y, en la cocina, Yves Kramer, alcanzan la segunda estrella. Adrià se incorpora a elBulli como jefe de cocina en octubre de 1984 junto a Kristian Lutaud, que acabará abandonando. La tercera estrella llega en 1997, con Ferran Adrià al frente del equipo de cocina. Después, lo universalmente conocido: Adrià es nombrado uno de los mejores cocineros del universo y elBulli es elegido hasta cinco veces el mejor restaurante del planeta.[5] Esta elevación hasta la bóveda del firmamento gastronómico coincide en el tiempo con dos milagros económicos en España. El segundo de ellos, según los analistas económicos, comienza en 1995 y se sustenta en la sinergia de tres fuerzas fantásticas: el aumento de la inmigración, las partidas de dinero que provenían de Europa y la privatización de empresas del Estado llevada a cabo por los sucesivos partidos gobernantes del PSOE y PP. No puede afirmarse categóricamente que la burbuja gastronómica y el llamado milagro económico hayan tenido los mismos orígenes, ni las mismas causas ni, por supuesto, las mismas consecuencias; pero se puede observar que se desarrollan prácticamente a lo largo del mismo tiempo y que entre ellos ha podido haber una más que amistosa conllevancia.


Paralelamente a ese milagro del 95, la crítica gastronómica o el periodismo especializado en el tema y algunos entes mediáticos (pintores, músicos, comisarios artísticos, instituciones, fundaciones, empresas, periodistas, medios, etcétera) se entusiasmaron con el fenómeno de la nueva gastronomía y sin duda todavía deben de estar viviendo las últimas palpitaciones de esa emoción, casi incomunicable si no se recurre a metáforas o comparaciones extraídas de algunas de las bellas artes: danza, música, pintura, escultura. En este acontecimiento fenoménico que amenaza con ser global, todo cocinero que se precie sigue insistiendo, todavía hoy, en que su máxima pretensión no es otra que suscitar con sus creaciones culinarias las emociones del comensal. Pero ¿es que nuestro estómago es tan sensible que puede llegar a emocionarse? ¿Es que nuestro corazoncito o nuestro hipocampo se retuercen ante la transformación de una espuma de fuagrás o una esferificación de cangrejo del Caribe al igual que un gorrioncillo ante una miga de pan o un ejemplar de lombriz común? ¿Dónde residen nuestras emociones? Como dijo Rafael Azcona, citando a Diógenes al salir de su tonel: «Deme usted de cenar, que ya me preocuparé yo de emocionarme con lo que me dé la gana», pues la emoción no se sitúa en el estómago ni en las papilas gustativas, que aportan su información correspondiente, sino que pertenece a otra esfera (la neurofisiología podría precisar mucho más) que es fatalmente cultural, o sea, aprendida y superpuesta a las reacciones químicas suscitadas por cualquier tipo de ingesta. Tal vez se trate de inteligencia emocional y, en cualquier caso, la gastronomía está muy alejada de los placeres del mono, más sencillos. Sólo los esnobs se emocionan eventualmente para enviar de manera compulsiva un mensaje en el que recomiendan a toda su peña virtual el restaurante donde están, mientras adjuntan un selfie pegadito a la parienta, que ríe con los restos del sorbete de tortilla adheridos aún en las comisuras de sus labios de indeleble carmín. Durante los diez años posteriores a 1995, la burbuja gastronómica, como un soufllé, va tomando volumen, de forma paralela a la llamada burbuja inmobiliaria —o boom—, que se construye, ladrillo a ladrillo, entre 1997 y 2008. Coincidiendo con el milagro económico español, también en 1995 el neurofisiólogo Giacomo Rizzolatti descubrió las neuronas espejo. ¿Podría proponerse la expresión burbujas espejo para explicar este paralelismo entre la burbuja gastronómica y las burbujas derivadas de ese milagro?


No deja de ser inquietante el que todavía hoy, noviembre de 2018, alguien se formule públicamente la pregunta «¿Hay o habrá una burbuja gastronómica?». Acaso sólo sea una simple pregunta retórica. También Berasaluce la propone en su libro, pero dando por hecho que es inevitable que vaya a darse un «pinchazo de la burbuja gastronómica» (p.19). Mi opinión es que ya se ha dado; que su libro es precisamente un indicio muy elocuente de que eso ya ha sucedido y de que, además, ese pinchazo coincide con el principio de la crisis económica europea, o sea, con la temporada en el infierno que, según la mayoría de los economistas, vamos sufriendo desde 2007 a 2014, sin que pueda decirse que, todavía a estas alturas, hayamos salido de ella. No obstante, en el verano del 2009, cuando la expresión burbuja gastronómica ya se había generalizado —y permítaseme la autocita—, en la revista Barcelona Metropolis publiqué un texto titulado «Epicuro y la burbuja gastronómica. Un filósofo para una crisis», en el que proponía la frugalidad filosófica frente a los excesos (inmobiliarios, financieros, políticos, gastronómicos, corruptivos, comisionistas, alimentarios) que, abusivamente y por encima de sus posibilidades, habían dado lugar a una crisis que entonces ya empezaba a cobrarnos sus deudas,[6] una de las cuales provocaría precisamente el estallido controlado de esta paralela burbuja gastrointestinal. Aunque ese año los síntomas de que iba a explotar no fueran todavía evidentes, ya resultaban sospechosos la fragilidad teórica del relato de esa misma gastronomía de vanguardia y el alegre trotecillo con el que la gastronomía acompañaba al milagro económico, que acabaría generando una crisis prácticamente sistémica a estas alturas del neoliberalismo.


Y para no salir de la crisis anunciada ni de la evaporación de la burbuja gastronómica, conviene recordar el IV Foro de Gastronomía de Aragón (mayo 2009), que reunió a varios ponentes en Zaragoza bajo la batuta de librero y gastrósofo José María Pisa y el periodista Juan Barbacil. Allí estuvo presente el cocinero Santi Santamaría, quien leyó una enjundiosa ponencia basada en las ideas del libro que había publicado el año anterior, La cocina al desnudo. Allí disertaron Jesús Contreras, Francisco García Olmedo, Jean Claude Ribaut, Pierre Poulain y Jeffrey Steingarten. También acudió Jörg Zipprick, que resumió su recién publicada obra ¡No quiero volver al restaurante!, y yo mismo, con la ponencia «Gastronomía recreativa: Ferrán Adrià, industria y milagro», en la que intentaba reducir el fenómeno Adrià a sus justos términos de cocina recreativa o festiva, analizándola bajo dos focos: el ingenio —el genio alegre y divertido de Adrià— y la industria o, mejor, el negocio puro y duro de la restauración. Este Foro, al revés que muchas otras reuniones y jornadas gastronómikas —con K o sin ella—, favorecía un espacio para la reflexión, no para la exhibición de experimentos culinarios de laboratorio y otras manipulaciones de estricto marketing. En todo caso, si algo se publicitaba en aquel bien abastecido Foro eran ideas que ya intentaban no tanto pinchar una burbuja como deconstruir un gran teatro gastronómico levantado con las técnicas más básicas de primero de marketing de una escuela de negocios. Algunos periodistas tacharon a este Foro de contrarreformista y, en efecto, las opiniones de algunos ponentes eran contrarias a las supuestas y pretendidas reformas gastronómicas que podía proponer la mal llamada cocina de vanguardia, tecnoemocional, conceptual, molecular o como acabe siendo bautizada por la futura autoridad en la materia: la Bullipedia.


Al margen de estas precisiones cronológicas, hacía ya algún tiempo, venían dándose ciertos síntomas de que esa gastronomía de vanguardia había entrado en recesión y representaba, sin restarle ninguno de sus méritos, un momento —un hito, como se dice ahora— ya agotado: algo que nos había sucedido, pero que había pasado. Hay muchos síntomas y datos que revelan cómo, antes de 2009, ya se intuía que ese mercado gastronómico estaba sobrevalorado, y podía desvanecerse y explotar si no por causa de la reflexión y el pensamiento (con una buena auditoría hubiera bastado), sí por efecto de su propia dinámica interna o de mercado, que, en este caso, viene a ser lo mismo, porque en este mundo gastro, el panegírico se ha dado con generosidad, pero la reflexión crítica ha sida más bien anecdótica. Entre esos primeros indicios de lo que parecía ya un producto de muchísimo éxito, pero sospechoso de su frescura y con la fecha de caducidad a punto de vencer, se pueden citar tres:


En julio de 2011, elBulli cierra y, sin solución de continuidad, se suceden cuatro exposiciones de/sobre Ferran Adrià: La Pedrera (2011), Palau Robert (2012-2013), Telefónica (2014-2015) y CosmoCaixa (2016-2017).[7] Me concentro en elBulli por ser este el restaurante emblemático y Adrià, el motor, real y simbólico, de un proceso que los historiadores analizarán y describirán con mayor detalle. Tras el cierre de elBulli, esta precipitación de exposiciones, a mi juicio, representa el epifenómeno de una crisis de la creatividad y, sobre todo, el anticipo de que ante el descenso de un consumo eufórico y sostenido en el tiempo (llevábamos para entonces cuatro años de crisis económica, comenzaban los rescates y las fusiones de cajas de ahorro), convenía ir replegándose a los cuarteles más abrigados de la cultura y la tradición, el terreno y el producto, a los alimentos de proximidad o al más rentable territorio de la salud, que es lo que vende y convence: morir perfectamente sano.


Todavía hoy no sabemos con certeza en qué acabará convirtiéndose el prometido paraíso de Cala Montjoi, pero lo cierto es que tanto la Bullipedia como otras iniciativas surgidas a partir de 2011 son la muestra de un academicismo más propio de la Ilustración que de una cocina de trinchera; de trinchera, ¿por qué no?, pero ¿de qué guerra? Desde entonces, Adrià se ha ido academizando, ha abandonado sus fogones y se ha mudado de industria: de la gastronomía ha pasado al museo; mejor, se ha museizado a sí mismo. A medida que, tras el cierre, la creatividad dinámica de elBulli se hacía mousse de humo, se sucedían cuatro exposiciones ad maiorem gloriam del genio de Hospitalet: «El arte de comer. De la naturaleza muerta a Ferran Adrià» (La Pedrera, 15 de marzo al 26 de junio de 2011), «Ferran Adrià y elBulli, 1961-2011. Riesgo, libertad y creatividad» (Palau Robert, 2/2/2012 a 3/2/2013), «Ferran Adrià. Auditando el proceso creativo» (Telefónica Madrid, octubre 2014-marzo 2015. Ver. Págs. 28 y 79) y «Sapiens. Comprender para crear» (CosmoCaixa Barcelona, noviembre 2016-31/mayo 2017). Cuatro exposiciones que, con excepción del eficaz diseño que las sustentaba, han servido básicamente para engordar una genialidad que el propio Adrià, con frecuencia y con razón, adelgaza y pone en tela de juicio. Pero en esa Bullipedia, como en aquella Enciclopedia de d’Alembert y Diderot, sería saludable que hubiera alguna entrada volteriana de quien estuvo en esas exposiciones, se formó una impresión sobre ellas y pudiera opinar evitando el humo denso del turiferario que enturbia la mirada, que falsifica la opinión e incluso hace que se reclame a voces una crítica independiente, si eso es posible. La del Palau Robert, siendo una exposición útil desde el punto de vista informativo del proceso histórico de Adrià y elBulli, ya prefiguraba cierta megalomanía y el culto a la personalidad de las siguientes.


La de Telefónica sólo se entiende como un superferolítico juego para niños a los que se les aparca durante un par de horas en una guardería interactiva mientras sus padres compran sushi en el delicatessen de al lado para montar en casa una emotiva cena de vanguardia, perfumada con unas barritas de intenso olor a sándalo. Sin embargo, la ambición y la finalidad manifiesta de Adrià en esta exposición era nada más y nada menos que «auditar el proceso creativo». ¡Hercúlea tarea sólo alcanzable por un héroe mitológico o, mejor, por un buen departamento de contabilidad! Era el momento de auditar todo, incluso las autonomías y las balanzas fiscales, que Zapatero propuso en 2008 y Borrell, histórico titular de Economía y actual ministro de Exteriores, deconstruyó en Las cuentas y los cuentos de la independencia (2015). Del material expuesto en aquella destartalada muestra de Telefónica, hablando de genios, cualquiera podría establecer más de una diferencia entre los dibujos preparatorios de un Leonardo para su máquina voladora y los monigotes de Adrià para una croqueta líquida o una piruleta de alcachofa. Pero a la de Telefónica le pisaba los talones la exposición «Sapiens. Comprender para crear», sin duda la más ambiciosa intelectualmente. «Sapiens» se instaló en el quinto sótano del CosmoCaixa, organizada con el apoyo de la BulliFoundation y del BulliLab.


En la exposición de La Pedrera, la primera en este proceso, no faltó la socorrida Mierda de artista núm. 68, de Piero Manzoni, ni las ramplonas y evidentes propuestas de Sarah Lucas, que nada aportan después de las crudités pintadas por Chaim Soutine y mucho menos, de la crudeza de los trípticos de Francis Bacon.[8] Nos descubría, sin embargo, que, situados en el papel de comensales, también podíamos convertirnos en artistas activos. Conviene descubrirse el cráneo ante semejante hallazgo conceptual: el comensal como artista. La instalación del CosmoCaixa, en cambio, intentaba documentar el método del conocimiento previo a la creación. Por aquellos días, entre finales del 2016 y los primeros meses del 2017, Barcelona estaba saturada de gastro-espectáculos que anunciaban una cierta ansiedad por recoger y terminar la fiesta: coincidiendo con esta exposición de Adrià, Antoni Miralda —Premio Velázquez de Artes Plásticas 2018— colgaba en el Macba «La Santa Comida» dentro de «Miralda Madeinusa», y en el Palau Robert, los tres Roca desplegaban «El Celler de Can Roca, de la Terra a la Lluna», un viaje espacial todavía posible.


Desde el cierre de elBulli en el 2011 y hasta 2017, Adrià, en estos años de crisis general, año tras año, ha ido exponiéndose, mejor, exposicionándose ante el mundo. El último aperitivo servido en el CosmoCaixa nos ofrece la receta del conocimiento en siete pasos imperativos, cuya sola mención indica el perspicaz grado científico y creativo que alcanzará la gastronomía que sea concebida siguiendo este método: el (01) «Hola, Sapiens», el 02 «¡Ordena!», el 03 «¡Contextualiza!», el 04 «¡Clasifica!», el 05 «¡Imagina!», el 06 «¡Crea!» y el 07 «¡Comprende!». Ni Aristóteles, ni Galileo, ni Descartes ni Linneo: he aquí el método del conocimiento sin el que toda creación resultará imposible. Pero la cosa no acababa aquí: como aplicación del modelo de conocimiento y creatividad, la exposición «Sapiens» proponía desarrollar, bajo ese método, novedad de novedades, creación de creaciones, nada más y nada menos que una nueva receta del pan con tomate, plato emblemático nacional. Y para muestra, trece botones, trece grandes cocineros llevaron a cabo el reto: Joan Roca, Carme Ruscalleda, Albert Adrià, Fina Puigdevall, Jordi Vilà y otros ocho más, cuyas recetas podía el espectador interactivo descargarse a través de un código QR.



Otro síntoma de la evanescencia y volatilización de la burbuja y, sobre todo, de este giro gastronómico, lo constituyen las repetidas ocasiones en que algunos cocineros han devuelto, no han querido recibir las estrellas Michelin o han desertado de esa guía galáctica, de ese firmamento estelar y estrellado.[9] Son sólo gestos, pero gestos de largo alcance, pequeños bombones de explosión retardada, esferificaciones críticas de este giro del que estamos hablando. Hasta la irrupción de la llamada cocina de vanguardia, los gastrónomos vivían apoltronados en un mullido sofá decimonónico de ilustrada erudición histórica, que defendía un modo de comer, trufado de cultura —Gastronomía o Barbarie— y cuyas referencias de máximo prestigio eran la literatura y la cocina de Francia, productora de una cultura culinaria dominante desde el siglo XVIII. La irrupción de la denominada vanguardia en la cocina y la gastronomía supone una ruptura de este sistema, una conmoción que obliga a tomar posiciones a todos los cocineros, grandes o pequeños, e incluso a los historiadores y divulgadores de la gastronomía. No es menor ni poco el mérito.


Dos casos. En 2017, Jérôme Brochot, que tenía un restaurante en una zona minera de la Borgoña con el 21% de paro, decidió devolver la estrella que le había concedido la Guía Michelin. No es el único. Entre nosotros, todavía está tibio el de Raúl Roig, cocinero del restaurante Osmosis de Barcelona, que en una entrevista reciente (El País, 13 agosto 2018) decía con desparpajo coloquial: «Por mí se pueden quedar todas las estrellas Michelin». Estas reacciones contrastan con las de algunos cocineros mediáticos que a menudo lloriquean diciendo que hacer cocina de vanguardia no es rentable. Entonces, ¿por qué no cierran y emplean su talento, creatividad y capacidad de innovación en negocios más lucrativos? Además de que algunos tengan como becarios sin sueldo a sus ayudantes en prácticas, ¿están mendigando alguna subvención? Lo cierto es que algunos van cerrando o replegándose hacia otros modelos de negocio que puedan resistir el paso del tiempo y los altibajos del mercado. Otro signo o síntoma de este proceso de giro gastronómico.

 

Pero, por detrás de todo este tinglado de la moderna farsa de la gastronomía de vanguardia, yo sospecho que lo que estaba y tal vez sigue estando en crisis es el tan cacareado mito de la creatividad en la cocina. Sospecho, además, que después de la alargada sombra de la burbuja moral, política, económica, financiera, inmobiliaria y gastronómica, después de la crisis y la recesión posteriores, lo que se ha acabado, o tal vez sólo existió de manera puntual, es precisamente aquella tan asediada belleza de la musa creatividad; aunque más que diosa acosada, la creatividad se había convertido en una salsa para todo, en un meme que podría justificar cualquier receta con el simple argumento de su nuda novedad. Recordemos, aunque es un lejano dato histórico, que cuando Adrià se encuentra con Jacques Maximin en Cannes en 1987, escucha allí la contundente evidencia de que «crear es no copiar», y como si hubiera descubierto la ley de la gravedad, convierte la frase en el axioma de toda su carrera posterior. Se trata no sólo de una conversión, una paulina caída del caballo, sino de una auténtica iluminación por la que renuncia a la simple recreación o reelaboración gastronómica, basada en la copia, la adaptación o la imitación de la nouvelle cuisine, para entrar en una nueva fase sin retorno, en una nueva dimensión. Por generación cronológica, en su entrevista, el joven Raúl Roig no habla de copia, sino de plagio. En estos momentos, todos somos sospechosos de plagio mientras no se demuestre lo contrario, pero Adrià fundamentaba la creatividad en huir de la copia, que podría implicar también huir del plagio, aunque no sean exactamente la misma cosa. En el plagio es inherente la apropiación, el robo —por eso es un delito—, y la copia admite la imitación, la variación, la manipulación, la recreación, la inspiración y la misma copia académica, respetando el hecho de que se sigue un original ajeno, sea este una receta de cocina o los frescos de la Capilla Sixtina.


En cualquier caso, esta frase pone el dedo en una llaga particularmente sangrante: la creación, el arte en una época de reproductibilidad técnica, que lleva necesariamente a evocar el célebre ensayo de W. Benjamin. Tal vez en esta nueva era de la reproductibilidad técnica estemos condenados a la repetición, a la reproductibilidad, sin que haya espacio ni ocasión ya para la creación. Capri, c’est fini. Es más, creo que, a estas alturas, no se puede hablar ya de creatividad, pues la palabra innovación ha ido sustituyendo cualquier otra posibilidad. Y esa sustitución en el uso implica también la desaparición del concepto. Se prohíbe o sustituye la palabra y desaparecen el concepto y su referente real o abstracto. Esa es la táctica del Gran Hermano en la novela 1984 de George Orwell, una distopía, o, mejor, propuesta de estado totalitario. El apéndice de 1984 «Los principios de la neolengua» describe los mecanismos lingüísticos empleados para imponer un nuevo pensamiento por el sistema de cambiar el pasado haciendo que desaparezcan del diccionario determinadas palabras o sólo puedan ser usadas en determinados contextos. Por ejemplo, la palabra «libre todavía existía en la neolengua, pero sólo podía usarse en afirmaciones como “Este perro está libre de piojos”».


Las variaciones, los diálogos con las obras maestras del arte y con sus modelos consolidados no son propiamente creaciones, sino, eso: diálogo, conversación, apostilla, escolio, versión, nota al pie, homenaje, evocación de la obra maestra… A todos esos productos les falta el aura que W. Benjamin exigía a las creaciones auténticas. Pensemos en todas las variaciones que ha suscitado el Guernica, de Picasso, o la Venus del espejo, de Velázquez, o Los fusilamientos, de Goya. Con todas esas producciones subsidiarias que dependen de las obras maestras de referencia pueden llenarse museos enteros, pero no se logrará más que divulgación histórica, didáctica de la pintura o del arte, y la difusión de un capital cultural institucionalizado, que no es poco. Hace algún tiempo que museos y salas de exposiciones, para mantener vivos sus espacios —y ése es un excelente objetivo—, han aplicado esta técnica, pero lo que funciona en el museo difícilmente puede trasladarse a la cocina y mucho menos al plato. El plato no engaña. Vayamos a la entrevista de julio pasado en la que C. Jolonch le pregunta a Adrià sobre la creatividad: «¿Cómo está hoy la cocina de valentía?». A lo que el chef le responde:

Hacer un análisis de eso es difícil. Deberíamos hacer primero un baremo de creatividad e innovación. Y a partir de ahí hablar. Si yo hablo de creatividad amable, puedo decir que nunca en la historia se ha cocinado tan bien. Pero, cuando se hacen variaciones sobre lo que hay, ¿es eso crear? Si hago un ravioli de ostra, pomelo y albahaca, y nadie lo ha hecho es algo nuevo. ¿Pero qué caminos nuevos abre eso? Hacer elaboraciones que abran caminos y no sean combinaciones de cosas existentes no es fácil. Pero eso no se puede hablar en una conversación sin análisis. Hay una cierta obsesión por la innovación. Lo primero que hay que buscar es calidad y eficacia. En cualquier tipo de cocina si das calidad y eres eficiente tienes el 90 por ciento ganado.


«Hacer un baremo de creatividad e innovación», «creatividad amable», «variaciones sobre lo que hay». La entrevista no es precisamente el género periodístico más idóneo para decir algo elaborado sobre la creación, pero, en la pregunta, se descubre una expresiva y nueva denominación, o tal vez un sinónimo de esa gastronomía de vanguardia: «la cocina de valentía». ¿Es una mala traducción?


En este maremágnum de síntomas, aparece El engaño de la gastronomía española. Perversiones, mentiras y capital cultural. El título mismo ya está apuntando una evidente intención de denuncia; y el libro, además, demuestra estar templado al fuego del periodismo intenso y combativo, de trinchera, de trinchera gastronómica, en la que, no obstante, las balas siempre silban por encima de las cabezas, sin otro peligro que el de, al final, entrar en razón, comer mejor y deshacer entuertos. Se trata de una obra escrita para la reflexión y también para la polémica y la denuncia, a pesar de que el autor diga que «nadie debe ver en él […] ánimo de polémica» (p.17). Aunque haberla, hayla, polémica digo. Bastaría con repetir aquí las seis «claves de la mentira gastronómica» que Berasaluce formula en el capítulo «El gran carnaval» (p.25).


Pero ¿qué ha cambiado entre aquellos años de la burbuja gastronómica y estos en los que se advierte cierto giro en el sector y en la crítica gastronómica, de la que El engaño de la gastronomía española es un claro referente? Es una evidencia científica que estamos asistiendo a un cambio climático, pero lo que socialmente, entre nosotros, ha cambiado o, mejor, está cambiando, es el clima moral: se le está dando una vuelta de tuerca a la ética dominante y, además, ha llegado una generación que quiere revisar esa burbuja, ese estado de cosas que unos llaman Transición y a otros les parece Corrupción, pues tampoco conviene olvidar que comer es un acto político y escribir sobre gastronomía, también. El mismo título de la obra incluye un concepto que plantea la comida y la gastronomía en términos de capital cultural. Desde la ley 10/2015, de 26 de mayo (art. 2, f), podemos decir que tienen la consideración de bienes del patrimonio cultural inmaterial la gastronomía, las elaboraciones y la alimentación. Pero aquí Berasaluce opta por utilizar el concepto sociológico que propuso Pierre Bourdieu de capital cultural, que ha venido a sustituir con toda intención la referencia videotape o cintas de vídeo de la película con la que juega el subtítulo. Comparto plenamente la reflexión final del libro en que se dice: «tenemos que reivindicar la gastronomía española como un bien cultural, patrimonio de todos» (p.123), pero lo que de ninguna manera podemos es comulgar con ruedas de molino ni que nos pretendan dar gato por liebre. Y esto sólo se consigue a través de incorporar la alimentación y la gastronomía en esa categoría sociológica de capital simbólico inmaterial que sólo se adquiere a través de la formación y de la cultura, dos principios reivindicados también en esta obra.


A lo largo de todo el libro, Berasaluce mantiene la férrea actitud intelectual de hacerse en alta voz toda una serie de preguntas, que abiertamente lanza a la palestra «desde una posición crítica, aguda e incómoda» (p. 15). Y lo cierto es que esta arriesgada posición no se arrima a las tapias de los mentideros gastronómicos, en los que, como a los pesebres, cada uno acude bovinamente para agradecer y alabar el pienso. «Fondo de reptiles» es la frase que me viene a los dedos desde mis primeras lecturas de Valle-Inclán y de su héroe, Max Estrella, cuando denunciaba, a la vez que solicitaba un poquito de corrupción por favor, una miaja de «fondo de reptiles», que Max sólo aceptaba porque reconocía ser «un canalla». En las antípodas de estas prácticas, el autor de estos «engaños» se atreve a soslayar el pesebre seguro de la complacencia y la alabanza gratuita, para roer el pan duro de la crítica independiente. No sé si es un acto quijotesco, pero desde luego hay que agradecer a José Berasaluce esa cabalgada del cuerdo de la Mancha que regresa para combatir, en esta obra, tanto a los gigantes mediáticos como a los molinos del Mercado en el ancho campo de la Gastromancha.


Entre sus otras cualidades, el libro tiene la gracia del aforismo. Yo lo llamo así, aunque tal vez debería decir que está lleno de sustanciosos titulares. En realidad, el aforismo es un pensamiento con voluntad de titular de periódico, pero también podríamos formularlo, en clave de greguería a lo Gómez de la Serna, así: El titular periodístico es un aforismo con prisas, como creo que ya ha dicho, con agudeza, Luis García Montero. Ahí van algunos.


El libro de José Berasaluce, además, con desenfado, decisión y datos, afronta y se enfrenta a instituciones consolidadas, por ejemplo el Basque Culinary Center, y denuncia cómo el Gobierno vasco aceptó por la cara las subvenciones y los apoyos del Gobierno central —que declinó su presencia allí— para crear un centro, dicen que modélico, pero cuyos dividendos se quedan dentro del País Vasco, cuando esos mismos dineros sin duda eran más necesarios para el desarrollo de otros territorios, comparativamente más deprimidos y con una gastronomía propia e inventiva. ¿Por qué no un Centro Andaluz de Cocina? La Fundación Alicia y el Món San Benet podrían haber sido otras instituciones a investigar más a fondo (se refiere a ellas en las pp. 92-93), y los resultados hubiesen sido suculentos. Pero sus investigaciones no quedan sólo en críticas, sino que Berasaluce sugiere o aporta siempre soluciones y suele proponer alternativas. Así, junto a severas críticas, ofrece ejemplos de cocina alternativa o prácticas gastronómicas sostenibles. Esta propuesta crítica de alternativas, la búsqueda de un equilibrio económico y social de vasos comunicantes, me trae el recuerdo de los arbitristas españoles de los siglos XVI y XVII, aquellos primeros economistas que, tras un análisis crítico de la realidad, proponían al Rey o a los gobernantes soluciones para, digo, es un decir, erradicar la pobreza, problema directamente relacionado con la alimentación y de permanente, rabiosa actualidad. Este es el caso del libro de Juan Luis Vives Tratado del socorro de pobres (1526), un epígono del arbitrismo. Salvando las distancias, José Berasaluce personifica el moderno arbitrista gastronómico que analiza la realidad y propone soluciones, sin acritud, pero soluciones: crítica gastronómica de valentía. He ahí la cuestión, he aquí su evidente contribución al giro gastronómico.

[1] El subtítulo resulta un oportuno guiño a la película Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989), dirigida por Steven Soderbergh y premiada en Sundance y, luego, en el Festival de Cannes con la Palma de Oro. Esta película es importante porque abre un camino al cine independiente americano de bajo coste de los años noventa.
[2] Stephen Greenblatt: El giro. De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno, Barcelona: Crítica, 2014. En esta obra (p. 215) se afirma que, en una almoneda, por un real, Quevedo compró una copia manuscrita del De rerum natura.
[3] Por cierto, en una reciente entrevista, el mismo Adrià aclaraba que el término vanguardia se había entendido mal hasta ahora y que «la vanguardia son los que matan, los que van delante para que a los otros les sea más cómodo entrar» (Entrevista de C. Jolonch: «Ferran Adrià: soy tan imperfecto como cualquier persona», La Vanguardia, 2/7/2018). Sin embargo, todavía persiste en la memoria el festival de la 12 Documenta Kassel (2007) y resulta difícil desleer todo lo escrito sobre la cocina como arte de vanguardia. Las vanguardias históricas también se llamaron así porque fueron la avanzadilla, la primera línea de una incruenta guerra sin cuartel contra el arte convencional, aunque, según algunos, también acabaran en pura ilustración, en simple propaganda o en mera publicidad (Hobsbawm dixit).
[4] Xavier Moret: elBulli des de dins. Biografía d’un restaurant, Barcelona, 2007, p. 97.
[5] Ver X. Moret: o. cit. para la cronología y las fechas.
[6] Este artículo sería recogido, más tarde, en mi libro El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía, Gijón: Trea, 2014.
[7] Ya en 2010, en el espacio Arts Santa Mònica de Barcelona, con el apoyo de la Fundación Alicia, en la que entonces participaba Adrià, se organizó la exposición «Materia condensada. Cocinar Ciencia», que discretamente anticipaba las siguientes exhibiciones. En ésta se intentaba maridar, como se dice en la jerga, la cocina con la ciencia para elevarla así a una actividad superior. Era ya un primer indicio del proceso de explosión retardada de la burbuja gastronómica.
[8] De esta extraordinaria exposición —conferencias incluidas— se editó un buen catálogo, cuya introducción, en cambio, ayuda poco o nada a poner en su sitio el fenómeno gastronómico y el excelente material —sobre todo cinematográfico— que logró reunir la exposición. Llevada la prologuista por el entusiasmo del nuevo arte del comer, en el prólogo se le desliza, una vez más, la falsa especie de que Leonardo da Vinci fue el autor de unas recetas de cocina, que diseñó unos artilugios para mecanizar algunas tareas de la cocina e incluso que fue el responsable del restaurante Delle Tre Lumace. (C. Giménez: «El arte del comer», en El arte del comer. De la naturaleza muerta a Ferran Adrià, Barcelona: Obra Social Catalunya Caixa, 2011, p. 19.
[9] Ver Rosa Rivas: «Desertores de las estrellas Michelin», El País (5/2/2018), basado en datos del estudioso de la famosa Guía Antonio Cancela.



Javier Pérez Escohotado
, ensayista, poeta y crítico, es doctor en filología hispánica por la Universidad de Barcelona y profesor del Máster de Traducción Literaria del IDEC/Pompeu Fabra. Sus investigaciones se orientan hacia la gastronomía, la Inquisición y la vida cotidiana. Autor de los poemarios Laura llueve (2000) y Papel japón (2002), ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003), Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la Historia (2005), Crítica de la razón gastronómica (2007) y El mono gastronómico: ensayos de arte y gastronomía (2014). Asimismo, ha colaborado en Poemas memorables: antología consultada y comentada 1939-1999 (1999); ha editado y prologado Jaime Gil de Biedma. Conversaciones (2002) e Inventario de disidencias, suma de calamidades (2010). Ha publicado artículos de opinión y crítica en diversos diarios y revistas.


 


Artículo publicado en  Cuaderno digital





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