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  nº27 / 14 de noviembre de 2008  

Ana Becciu: “Piensan que los traductores vivimos del aire y que los dioses nos proveerán”

 
Ana Becciu
F: Archivo Ana Becciu

¿Qué puede explicarnos de Lecciones de tinieblas?

Es un libro “eminente”, como dijo Magris, bellísimo, que produce en el lector una suerte de extrañeza frente a sí mismo, y que tal vez por eso conmueve sin que atinemos a saber muy bien por qué. Son relatos autónomos, pero que están relacionados entre sí por temas y personajes imaginarios y a veces históricos. Están contados en primera persona, pero la voz cambia, unas veces es masculina, otras femenina. Hablan de artistas asomados a la noche oscura de sus almas. Runfola habla de la vida y de la muerte, de las emociones que se rebelan ante lo ineluctable del destino, describe paisajes de la naturaleza como quien describe paisajes del alma. Su prosa es sensual y a la vez elevada. Una música que resuena en todo el libro, la de los oratorios evocados en el título: las lecciones de tinieblas de Charpentier, o las de Couperin para el Miércoles Santo.

Uno de los factores más sugerentes de la obra es que su autora, Patrizia Runfola, fue una mujer muy destacada en el mundo de la cultura. ¿Qué lectura realiza de su perfil?

Patricia Runfola participó activamente en el mundo del arte en Italia y Francia. Enseñaba en la Academia de Bellas Artes de Brera y fue una gran conocedora de las vanguardias artísticas del siglo XX. Como refiere quien fue su esposo, Gérard-George Lemaire, en el posfacio a Lecciones de Tinieblas, la pasión de Runfola por Praga y sus artistas fue fundamental. Le consagró un primer trabajo, un ensayo espléndido, Praga en tiempos de Kafka, que Bruguera publicó hace unos tres años y cuya traducción también cometí. Fue sin duda una personalidad intelectual de primer orden, de excepcional sensibilidad. Desgraciadamente murió demasiado joven. No alcanzó a ver publicados ni las Lecciones ni el Palacio. Los tres libros que dejó, los dos mencionados más un tercero, El palacio de la melancolía, dan cuenta de su enorme talento. Cuando conocí a Gérard-George Lemaire en París, me habló de ella y me dio a leer sus libros, y me confió su vital interés porque la obra de Patrizia Runfola se conociera más allá de sus fronteras. Amé esos libros en cuanto los leí y me propuse traducirlos al español. La traducción, ya se sabe, es una forma de enriquecer nuestra propia cultura.

También suele resultar difícil que una editorial decida apostar por un proyecto tan concreto como éste. ¿Cómo fue en su caso?

Sí, es verdad. En este caso, mi entusiasmo me condujo a hablarle y contarle los libros a Ana María Moix, quien en esos momentos asumía la dirección de de una Bruguera que había sido mítica para nuestra generación. Ana María no dudó ni un segundo, la personalidad de Runfola la maravilló tanto o más que a mí y se propuso poner su obra al alcance de los lectores en español. Es uno de los misterios de la edición, cuando los libros se encuentran con su editor.

¿Cuál ha sido la máxima dificultad de la traducción?

Conseguir trasponer al español la atmósfera y la música que hacen a la belleza de este libro. Que el lector en español sintiera la misma emoción que yo sentía cuando lo leía en el original.

En ocasiones ha comentado que en Argentina la labor del traductor siempre se destacaba en los medios y era objeto de crítica. ¿Sigue siendo así?

Me parece que ya no. Hace poco estuve en Buenos Aires y comprobé que, si bien en las reseñas figura el nombre del traductor, el reseñador nunca se refiere a la traducción de la obra que reseña, ni para bien ni para mal. Es extraño, como si se olvidaran que las traducciones también son parte de la literatura.

La profesión del traductor, sin embargo, en nuestro país pasa totalmente desapercibida y su trabajo está poco reconocido social y económicamente. ¿Por qué cree que pasa esto? ¿Por qué estas diferencias con otros países?

Pero hemos mejorado mucho. Antes ni siquiera se mencionaba al traductor. El reconocimiento social en España es mucho mayor de lo que era hace treinta años. Prueba de ello es que existen premios importantes a la traducción de obras literarias, como es éste, el Ángel Crespo, y el Premio Nacional. Económicamente ya es otro tema. A veces pienso que es porque el traductor ama su trabajo y, aunque viva de ello y apenas llegue a fin de mes con lo que le pagan, buscará hacerlo muy bien. Y las editoriales lo saben; a lo mejor piensan que los traductores, como los poetas, vivimos del aire, y que los dioses nos proveerán. Esto, en el ámbito de nuestra lengua, es muy sorprendente, puesto que el 80% de los libros que se publican son traducciones. En otros países de Europa, como en Francia, por ejemplo, donde también se traduce mucho, las tarifas son más altas, y mayor el reconocimiento de la importancia que tiene la traducción para la lectura de obras literarias.

¿Cuál cree que es la manera para corregir esta situación?

Un paso importante sería que a la hora de reseñar un libro, los críticos hablen de la traducción, digan al lector lo que les ha parecido esa versión al español de la obra que están reseñando. Los editores comprenderán entonces que la venta de un libro depende de su traducción, porque es eso lo que están vendiendo, y que no porque se ahorren dinero en traducción habrán de ganar más con el producto-libro que comercializan, sino todo lo contrario.

El premio Ángel Crespo, para una pesona dedicada a la poesía y a la traducción como usted, se percibe como un reconocimiento a su trabajo…

La poesía y la traducción son mis dos únicos oficios, y ambos obedecen a una misma pasión, que me gobierna: el lenguaje. Desde muy joven, en la Argentina, yo me fijaba mucho en el traductor o la traductora del libro que estaba leyendo. El traductor era alguien cuya labor era siempre destacada y objeto de la crítica en todos los medios. Recibir hoy este premio, que lleva el nombre de uno de los grandes traductores literarios en nuestra lengua y cuya labor he admirado siempre (recuerdo cuando compraba un libro sin conocer a su autor o de qué se trataba, sólo porque figuraba “traducido por Ángel Crespo”, y la dicha frente al descubrimiento), significa un honor, y a la vez una responsabilidad: a partir de ahora deberé merecerlo siempre, pero será una muy grata responsabilidad.

 

 

 

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