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Anna Rossell: «Quien pretenda que la poesía se sostiene a base de intuición, no conoce la buena poesía»
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Anna Rossell: «Quien pretenda que la poesía se sostiene a base de intuición, no conoce la buena poesía»
ACEC  9/7/2020



D esde Antes hasta Después, pasando por Llegada, Estadía y Liberación, Anna Rossell impresiona con Auschwitz–Birkenau, La prada dels bedolls/La pradera de los abedules (In-Verso edicions de poesia, Barcelona, 2015), edición bilingüe de un conjunto de poemas escritos originariamente en catalán y traducidos al español por la propia autora. Se trata de un libro pleno de hallazgos rítmicos e imágenes de gran belleza que transmiten dolor y sufrimiento, pero también esperanza.

Vicenç Villatoro nos dice en el texto que precede a los poemas de este libro: «Quien decide, con todo el derecho, hablar del Holocausto, ha decidido obviamente que se puede hablar de él, pero en general ha decidido también que no se puede hablar de él de cualquier manera». Asimismo, Alfonso Levy, en su epílogo a esta obra tan intensa, afirma: «Poeta es el que enmudeció primero, por si el silencio es la música que liba el dolor».

Se me han quedado clavados estos versos de Anna que aparecen en ese tiempo de Estada, Estadía: «¿A qué precio paga un segundo el alma/ para lograr un día más de vida?».

¿En qué momento sentiste la necesidad de escribir poesía acerca del holocausto, y concretamente sobre Auschwitz-Birkenau?
Que el ser humano sea capaz de programar un genocidio es algo que no puede abarcar la imaginación más adiestrada. El pensamiento humano no da tanto de sí, menos aún lo que llamamos razón; los hechos lo superan. Tampoco las palabras pueden acercarse a esta realidad, pero había que intentarlo. Escribir sobre el genocidio supuso este intento: intentar comprender lo incomprensible.

¿Por qué Auschwitz?
Pues porque Auschwitz es el paradigma de este horror. Cuando decimos Auschwitz no pensamos solo en Auschwitz, sino en los genocidios en general, que en la Historia han sido plurales, también en el siglo XX.

¿Por qué La pradera de los abedules?
Pradera de los abedules es lo que significa literalmente la palabra alemana Birkenau. Paradójicamente muchos campos de concentración y de exterminio nazis tenían nombres muy bucólicos, porque a menudo estaban ubicados en las afueras, en plena naturaleza. Al recogerlo en el título del libro quise poner en evidencia el brutal contraste —no por brutal menos realista— de que el ser humano alberga en su interior esta inimaginable convivencia: capacidad para la poesía y para el horror al mismo tiempo.


Quisiera saber acerca de cómo pudiste plasmar tu identidad en el dolor
Plasmar mi identidad… No, no creo que plasmara mi identidad. Por más que lo intentara nunca podría ponerme en la piel de uno o una de ellos/ellas. De esto era muy consciente desde el principio. Sin embargo, me sorprendí a mí misma cuando me di cuenta de que muchos de los poemas se me impusieran en primera persona. De un modo inconsciente fue así. Y esto me hace pensar que para lograr acercarme al dolor inaprensible mi subconsciente me sugería la primera persona.

¿Qué ha supuesto para ti reconocerte en un horror que no has vivido?
Solo un intento de acercamiento. Solo un intento. Imposible vivir lo que no se ha vivido. Si hubiera pensado que ello habría sido posible no me hubiera puesto a escribir; ¿quién quiere vivir el horror? Como decía, el dolor y la humillación absolutos son inimaginables, únicamente pueden experimentarse. Incluso quien los experimenta es incapaz de transmitir estas vivencias con palabras. Esta imposibilidad es un leitmotiv en la literatura del holocausto que han escrito las personas que consiguieron sobrevivir.

El miedo y la incertidumbre están tan presentes, que cada día cuenta. Cada hora cuenta. Pero hubo tiempo, como bien sabes, para la poesía y la música en Auschwitz, y que el compositor Olivier Messiaen estrenó su obra El cuarteto para el fin de los tiempos en enero de 1941, en un campo de concentración alemán. ¿No te parece increíble este acontecimiento, tan sublime en medio del espanto?
En los campos de concentración y de exterminio había música y hasta en algunas ocasiones teatro. En la literatura concentracionaria se dan momentos y causas muy diversas para ello: la música, alguna posibilidad de lectura, la recitación de poesía, el teatro… La música, con frecuencia, se daba por obligación, como una manifestación más de la humillación y el sometimiento del/de la preso/a, a quien obligaban a tocar mientras otros/as compañeros/as suyos/as cavaban sus tumbas o eran castigados/as, por ejemplo. Algunas veces los/las presos/as organizaron actuaciones como sabotaje, para distraer a los/las nazis y a los/las kapos y facilitar a otros/otras alguna actividad clandestina y, en tercer lugar, pero muy importante, para sobrevivir; cuando no era una manifestación obligada, el arte era una herramienta de supervivencia, mantenía viva la conciencia de humanidad, de que ellos/ellas eran seres humanos, contra lo que los/las nazis pretendían hacerles creer. Porque la deshumanización extrema formaba parte de la política nazi hacia sus prisioneros/as.


«Pero ¿quién nos salvará de la razón?/ “Y ¿Quién nos creerá?». Estos versos tuyos podrían ser aplicables a cualquier tipo de crueldad y humillación. ¿Estás de acuerdo?
Sí. Cuando el ser humano, a lo largo de la historia, ha perpetuado una imagen suya como de un ser superior a otros animales por el hecho de ser racional, es urgente poner en evidencia que es este ser humano racional quien ha urdido estos proyectos planificados de genocidio, y que es precisamente el único en la naturaleza que lo ha hecho. Esta posibilidad es inherente a su naturaleza. La palabra humanidad para denotar cualidad de humano/a la asociamos a algo positivo, cuando en realidad —visto lo (repetidamente) visto— debería provocarnos el mayor de los espantos. Por ello salvarnos de la razón lo utilizo en el sentido de la dialéctica de Brecht, para proporcionar al/ a la lector/a el distanciamiento necesario que le provoque extrañeza y ponga en evidencia que la supuesta contradicción no es tal.

En cuanto a «¿Quién nos creerá?». Esta pregunta no hace sino reproducir otro de los leitmotiv de muchos de los escritos de supervivientes: a algunos/as les mantuvo vivos/as la responsabilidad que asumían de contarle al mundo lo que habían pasado, porque eran conscientes de que aquello era un universo aislado del que poca gente debía de tener conocimiento. Sin embargo, a menudo también surgía inmediatamente la pregunta: ¿Podrá creernos alguien? En este verso quise resumir esta inquietud, tan recurrente.


He descubierto recientemente a la poeta y escritora Carmen Díaz Margarit, cuya poesía, creo, tiene cierta conexión con la tuya. Extraigo de su obra El sueño de la salamandra, Libro I esta reflexión de la propia autora: «La poeta no debe acallar el anhelo de su alma que añora darle su voz a la tierra y su quejido». ¿Qué te parece?
No conozco a Carmen Díaz Margarit; la buscaré para leerla; ha de interesarme. Me identifico absolutamente con estas palabras que citas. Siempre he añorado «darle [mi] voz a la tierra y su quejido». Toda mi poesía (y también la novela que he publicado hasta ahora) lo pretende. No como lo que se consideraba literatura de lo social, poesía social; poner la literatura, la poesía, al servicio de una ideología política acaba siendo escritura panfletaria. A mí me interesa el quejido de la tierra, porque hiere mi propia alma, el dolor ajeno me interesa en tanto que me afecta, en tanto que deviene mi propio dolor. Ello no significa que no sea reversible: también escribo poesía por necesidad de liberar el dolor de mi propia alma en momentos que se derivan de mis vivencias, de mi biografía. Ese dolor puede ser compartido y sentido por otras personas, y ello merece su escritura.


Has escrito novela, y también libros de viaje. Tú, que has viajado, has cruzado fronteras para observar y compartir conocimiento con seres humanos de otras culturas, ¿qué opinión te merece el hecho de que el viaje haya perdido el aura de aventura e iniciación y que se haya convertido en un mero pasatiempo?
Creo que cambiar de paisaje no es viajar, ni tan siquiera es cambiar verdaderamente de paisaje. Debería inventarse una palabra nueva para lo que en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo después de la segunda guerra mundial, empezó a llamarse hacer turismo, cuando la clase media con cierto poder adquisitivo se pudo pagar unas vacaciones que sirvieran de válvula de escape a su rutinaria y vacía vida. Un verdadero viaje supone una alteración importante en la vida de quien viaja, un quiebro esencial. Llevado a un extremo, diría que para ello no es necesario ni moverse de casa. Pero es cierto que el traslado a una cultura con claras señales externas distinta de la propia propicia este cambio, impulsa cuestionamientos de los valores propios, que son referentes que nos han parecido inamovibles. En esto consiste el viaje. Y nunca se acabará con la vuelta a casa, porque las preguntas y la reflexión que impulsa son de un calado que no puede responderse en unos días. Deberíamos recuperar el espíritu de viaje del romanticismo alemán: los maestros de los oficios no daban su diploma a sus aprendices así como así; era obligado que antes hicieran un viaje como una iniciación, una entrada en la madurez. Era una condición para convertirse en persona digna de poner en práctica una profesión. Y los aprendices emprendían a pie estos viajes.


También destacas como crítica literaria. Es curioso, a mi entender, que a pesar de que los poetas siempre han estado atentos al hecho creador y han ejercido una función crítica, todavía exista el tópico del poeta puramente intuitivo y desconectado del mundo, es decir, sin espíritu crítico.
Pues ahora que lo dices… Quizás sí que aún existe este tópico. En cualquier caso, si existe todavía, quien imagina algo así debe de estar muy alejado/a de entender lo que es verdaderamente la poesía. No se puede escribir poesía de calidad sin tener bien desarrollada capacidad de análisis, lo cual implica crítica. Quien pretenda que la poesía se sostiene a base de intuición no conoce la buena poesía.


Para finalizar, aunque podríamos hablar de tantas cosas, me resulta inevitable preguntarte, dada la situación de incertidumbre en la que nos hallamos, acerca de cómo estás viviendo esta pandemia coronavírica ¿De qué manera crees que puede afectar a la situación cultural?
Pues qué decirte… Supongo que la vivo como tanta otra gente: fatal. Y esto me lleva de nuevo a la reflexión sobre la dialéctica esencial de la naturaleza humana. El ser humano, capaz del bien y el mal más extremos, se ha manifestado a lo largo de la historia como absolutamente incapaz para aprender de ella, de aprender de sus errores. Al contrario, los perpetúa. Estamos destruyendo el planeta y no ponemos remedio a ello, a pesar de las advertencias de los/las científicos/as. Repetimos la historia de Casandra. Una de las hipótesis de esta pandemia es que las personas nos hemos contagiado por zoonosis, es decir, por contagio animal. Hace ya muchos años que los/las investigadores/as saben, y lo han dicho, que el empobrecimiento de la biodiversidad propicia estos contagios y advierten de que las pandemias van a ser en el futuro el pan nuestro de cada día. Comprobar que las políticas de los gobiernos no responden a estas advertencias lo hace vivir peor, claro. El virus corona —que no coronavirus, un calco lingüístico del inglés— es solo la punta del iceberg. Habrá muchos otros pronto. Otro de los rasgos definitorios de la naturaleza humana es la estulticia, la ceguera…

Ada SorianoEl Cuaderno




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