Con motivo del centenario de la autora, el 26 de julio, Libros del Zorro Rojo publica una edición conmemorativa e ilustrada por Elena Odriozola de su discurso de ingreso en la RAE
Decían de Ana María Matute que era la niña eterna, con esa mala costumbre de tratar a las escritoras que ya han entrado en la senectud como si fueran criaturas entrañables. En realidad, la infancia se la arrebataron enseguida, con apenas once años, cuando estalló la guerra y todo cambió para siempre. Antes, con cuatro años, había pasado una larga temporada enferma, motivo por el que su familia se trasladó de Barcelona al pueblo riojano de sus raíces. Tanto el contacto con la pequeña localidad como el recogimiento forzoso, que ha sido estímulo de no pocos creadores, forjaron la personalidad de una de las grandes escritoras españolas del siglo XX y sentaron las bases de su universo literario.
Ana María Matute (Barcelona, 1925-2014), de quien este 26 de julio se conmemora el centenario de su nacimiento, fue, como ella misma decía, una niña de la guerra, de esa guerra que le hizo perder para siempre la inocencia y que impregnó su obra, sobre todo en su vertiente más realista, de violencia, miedo, devastación y muerte. En títulos como Luciérnagas (1955), Primera memoria (1960, Premio Nadal) o Los soldados lloran de noche (1964) retrata con maestría las consecuencias de la Guerra Civil desde la mirada de niños y jóvenes como ella, unas novelas que a pesar de los recortes de la censura le abrieron el camino en el mundo editorial y son hoy consideradas clásicos.
Más allá de la narrativa social, Ana María Matute tenía otra faceta. O, mejor dicho, más de una: la literatura infantil, que cultivó sin tacharla nunca de afición menor –al Premio Nacional de Narrativa de 1959 por Los hijos muertos hay que sumarle el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil de 1984 por Sólo un pie descalzo–, y la literatura fantástica, un género en el que es imposible no destacar la magna Olvidado Rey Gudú (1996), con la que regresó por todo lo alto al panorama literario después de más de veinte años en los que apenas publicó algunos cuentos. No ocultó que había caído en una grave depresión tras la pérdida de la custodia de su único hijo al divorciarse –cuando el divorcio en España era poco menos que un anatema para las mujeres– del también escritor Ramón Eugenio de Goicoechea. Ese estado emocional se agravó en 1990 por la pérdida de su gran amor, el empresario francés Julio Brocard: no se escribe igual cuando uno se rompe.
Escribir, como leer, fue su tabla de salvación en los momentos difíciles. Tal vez sea esa inclinación hacia lo imaginario, a menudo asociado al público infantil, pero no exclusivo de este, lo que ha hecho que siempre conserve, a ojos de los demás, esa aura “aniñada”. Su sentido del humor, la gracia con la que hablaba hasta de los asuntos más negros –ese referirse a los amores de su vida como “el marido bueno y el malo”– y algunas aficiones curiosas –una casa de muñecas que le regalaron por su 80.º cumpleaños, que llenaba de gnomos y hadas; o los lápices de colores, el material de papelería en general– le dieron un aire fresco y le quitaron esa pátina de polvo que a veces envuelve a los escritores veteranos.
Perdió la inocencia, pero no su capacidad de asombro, un rasgo característico de los niños que resulta indispensable para un escritor. Tampoco olvidó un descubrimiento infantil de los que marcan: el bosque. El de su pueblo, pero también el de los libros, que son la cuna de la magia, el origen del misterio y el hábitat de criaturas extraordinarias que pueblan el imaginario mítico. De esa fascinación por la Edad Media y la literatura medieval (los cantares de gesta, las novelas de caballerías, el elemento de la maravilla) nacieron dos títulos célebres como Olvidado Rey Gudú (1996) y Aranmanoth (2000), unos libros que trascienden el género fantástico y desmontan el prejuicio de que en España no se ha escrito literatura fantástica de calidad.
Su discurso en la RAE
Tan importante era el bosque para ella, que le dio un espacio más allá de la narrativa: su discurso de entrada en la Real Academia Española (RAE), en 1998, se titula nada menos que En el bosque. Defensa de la fantasía. Libros del Zorro Rojo, editorial especializada en obras ilustradas, acaba de editar un pasaje del mismo en una edición conmemorativa por el centenario de su nacimiento, presentado a modo de relato y acompañado de nueve tarjetas de buen tamaño ilustradas por Elena Odriozola (San Sebastián, 1967), Premio Nacional de Ilustración 2015.
Estas imágenes, colocadas una al lado de la otra, conforman una secuencia. Se pueden utilizar como un recurso visual para leer el texto en voz alta ante un público (infantil) atento. Es llamativo el uso del tono rojizo para los troncos de los árboles, figuras largas y delgadas que ocupan gran parte del rectángulo; parece como si alertara de que el bosque, además de un reducto de vida salvaje, un refugio y un rincón de juegos, es también un lugar de peligro (o puede serlo, al menos). También invita a pensar en el clima seco, la aspereza del campo español, que determina el carácter y se aleja de esas estampas de naturaleza bucólica en los Alpes suizos.
En el discurso, Ana María Matute condensa su concepción del hecho literario: ahí está su niñez, la semilla de todo novelista; y ahí están los cuentos de hadas, primer contacto con la literatura, primer embeleso, primer descubrimiento del horror, porque incluso en sus versiones edulcoradas están plagados de niños huérfanos, sangre, pérdidas y terror. Ella no eligió ser la niña obediente que va a casa de la abuela ni la damisela en apuros a la espera de ser rescatada por el príncipe, no: ella se atreve a ir por el camino prohibido, a jugar con el lobo. Y es que, sin romper las reglas, sin conflicto, no existe la literatura (ni la vida).
El bosque, de forma literal y sobre todo metafórica, permite desarrollar unos tópicos literarios muy vinculados al universo infantil, como el rito iniciático. Actúa asimismo como oposición de la ciudad y encarna una suerte de refugio natural cuando esta se convierte en campo de batalla de la maquinaria humana. Es también el hábitat de las plantas y los animales y, por lo tanto, un territorio donde se escuchan muchas voces, donde uno puede experimentar esa conexión con lo primigenio, sin las interferencias del ruido humano más allá de las risas de los niños que, con suerte, juegan en él.
Es fundamental entender que la autora no se adentra allí como una simple observadora, sino que armoniza con el bosque, se siente parte de él, entiende que los seres humanos formamos parte de ese algo inconmensurable llamado naturaleza. Es un acercamiento que solo puede darse desde una actitud de humildad, sin pretensión alguna de someter nada, aceptando que nunca llegaremos a comprender del todo sus misterios. Gracias a esta apertura es posible abrir esa grieta por la que se mezclan lo real y lo mítico, por la que se cuelan los contrastes de la época medieval, con sus tinieblas y su espiritualidad.
Invitación a lo desconocido
Leer a un escritor, elegir su libro entre las montañas de novedades (o de entre los libros viejos de la biblioteca, personal o pública), también se asemeja a esa actitud de siervo a la escucha de una voz ajena, que nos habla desde sus abismos y, si se produce la magia, nos conmueve, despierta algo de nuestros propios demonios. De la mano de Ana María Matute, esa lectura estará hecha de voces infantiles, ruidos del viento y el follaje de los árboles, inocencias quebradas, soledad, lirismo y un amor genuino por la imaginación.
Todo nace de la pulsión por contar historias, por fabular. “Es la antiquísima voz que se eleva desde lo más profundo de la primera historia contada”, dice en el discurso. “Es la historia de todas las historias que siempre quise y quiero contar”. Gracias a esta edición del texto, podemos detenernos a reflexionar en una faceta de la autora imprescindible para entender de dónde surge su obra y cómo se relacionan sus ficciones realistas con las de fantasía pura. Las lecturas de un autor no terminan con su muerte; y con cada propuesta nueva, como estas ilustraciones de Elena Odriozola, se plantea un diálogo que incorpora matices y enriquece la experiencia inmersiva.
Esta edición de En el bosque se presenta en una caja elegante, con las ilustraciones y el discurso impresos en cartón de calidad. Los editores han sido perspicaces al adivinar el potencial creativo en algo tan serio en apariencia como una disertación de ingreso en la RAE. Cabe suponer que, con el gusto de la autora por el arte y las manualidades, habría celebrado este proyecto, este regalo hecho de colores e inventiva. Todo lo que lleva el nombre de esta escritora –novela, cuento, dibujo o pintura– es una invitación a perderse en el bosque, ese bosque frondoso, musical y fértil que no deja indemne, pero en el que aún es posible reencontrarse con la bondad, con el amor, con la posibilidad de imaginar. Ese bosque de palabras, intrigas y universos mágicos llamado Ana María Matute.