Antiintelectualismo: el efecto Trump (o la ignorancia disfrazada de certeza), Ana Rosa Gómez Rosal
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Antiintelectualismo: el efecto Trump (o la ignorancia disfrazada de certeza), Ana Rosa Gómez Rosal
8/9/2025
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xisten palabras en español que se le atraviesan hasta a los hispanohablantes nativos. ¿Quién no ha estado a punto de cantar en algún momento el «ilari, ilarilé» de Xuxa al querer enunciar la solidaridad? Multidisciplinariedad y desideologización hay que decirlas o muy lento o de carrerilla. Criptoactivo o criptoestafadores también tienen su aquel. Y luego está el antiintelectualismo, que parece tanto o más complicado de analizar que de proferir.
Para empezar, no se encuentra registrada en el diccionario de la Real Academia Española (aunque sí lo hagan otras como antiimperialismo o antiinflacionario). Curioso cuanto menos, teniendo en consideración que nuestro país vivió casi cuarenta años a la sombra de aquel «¡Muera la inteligencia!» gritado por Millán Astray frente a Unamuno, Carmen Polo, el cardenal Enrique Pla y Deniel, y un auditorio hasta los topes de militares alzados.
Hay controversia con respecto a la veracidad de la frase, como sabrán y como corresponde a nuestra época de vago (por perezoso, no por falto de fin) revisionismo histórico. Se habla de malentendidos, de fabulación, de «una recreación literaria sin intención de descripción histórica», moralizante. Esto último lo afirmó el historiador Severiano Delgado tras publicar en 2018 sus treinta y cuatro páginas de investigación tituladas Arqueología de un mito, el acto del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, y los medios de comunicación digitales corrieron a hacerse eco sin contrastar nada, permitiéndose sentencias en firme sobre la historia. Por supuesto, no hubo rectificación por ninguna de las partes cuando en 2019 Jean-Claude y Colette Rabaté publicaron las cuartillas inéditas de los dos meses y medio que pasó Unamuno en encierro domiciliario antes de morir el 31 de diciembre de 1936, donde se lee de su puño y letra «»Muera la intelectualidad y viva la muerte», Millán Astray» (El resentimiento trágico de la vida, Pre-textos, 2019), junto a otras referencias y meditaciones sobre el asunto.
Un apunte más. En nota a la transcripción de esta cuartilla, el matrimonio Rabaté aporta el siguiente extracto del discurso de Millán Astray el 18 de octubre del mismo año, recogido al día siguiente en La Gaceta Regional: «Y, en fin, para acabar para siempre con los que llamándose intelectuales y con ello presentándose con título deslumbrador, glorifican las causas más perversas, más hediondas, más nefandas. No por fe, sino por odio, ambición o cobardía. Esos serán fulminados».
El caso: que antiintelectual/ismo no aparece en el DRAE, por lo que sea, a pesar de que estemos asistiendo en primera fila a la resurrección de ese discurso por redes sociales. Excepto porque ahora nadie se autodenomina «intelectual», y a quienes podrían ser tenidos por tales (de Mileto… *badabum, tss*) se les llama «wokes».
Desde esa perspectiva, el antiintelectualismo es una postura ideológica con carácter reaccionario y nostálgico, de actitud conservadora y belicista. El problema es que no es la única manifestación que ha tomado en nuestra contemporaneidad, porque si algo ha globalizado internet es la facilidad para articular discursos carentes de conocimiento reposado, basados en opiniones precipitadas, prejuicios y repetición de consignas, sean progresistas o conservadoras.
Un ejemplo de ello es que bastantes análisis en español referentes al presente tema comiencen citando un párrafo de Asimov en El culto a la ignorancia, el mismo que sigue rulando en forma de montajes cutrecillos por ese cementerio de elefantes llamado Facebook.
Sin embargo, en la actualidad y a nivel internacional, lejos de ser un «culto a la ignorancia», lo que define al antiintelectualismo es la creencia en lo contrario, esto es, en que la más mínima porción de información nos convierte en expertos. O, al menos, nos hace parecerlo, amparados en la ignorancia de los otros, en los formatos cortos y superficiales recompensados por el algoritmo y el público, en la imposibilidad de que nos confronten en tiempo real. Podemos dar por terminada una conversación argumentando que quien está al otro lado no tiene argumentos, seguido de un nombre femenino o masculino reconvertido en etiqueta peyorativa (véase Charo, Karen o José Luis), y se queda uno tan tranquilo mientras abre otra pestaña del navegador o una bolsa de Doritos.
En realidad, lo que nos asola en el presente es ese fenómeno al cual daremos por nombre —para entendernos todos— «el efecto Trump»: somos (¡al fin!) los más listos de la clase, sabemos a lot de many many things, y ay de quien ose enseñarnos algo a lo cual haya dedicado tiempo y esfuerzo para aprender. Lo más suave que puede recibir por respuesta es un «no soy un estúpido, ¿vale?». Pero ¿por qué esa resistencia a saber (más, según su criterio)? Pues porque resulta que está en juego la percepción de nosotros mismos y del mundo.
Empecemos, entonces, por señalar que en el antiintelectualismo existe una primacía de los sentimientos frente a la razón (siempre y cuando no signifique llevarla, se entiende). En lo más básico, como expone la filósofa Martha C. Nussbaum en la introducción de La monarquía del miedo (Paidós, 2019), porque «pensar cuesta; es mucho más fácil temer y culpar»; en uno más profundo, porque lo de estar constantemente asediados por crisis y emergencias y amenazas que vaticinan el inminente —y a veces deseado— apocalipsis no podía salirnos de gratis. Escribe Nussbaum al final del segundo capítulo: Nuestro relato de miedo [intensamente narcisista] nos dice que es fácil que sucedan cosas muy malas. Los ciudadanos pueden volverse entonces indiferentes a la verdad y optar por la comodidad de un grupo de iguales en el que aislarse y en el que repetirse falsedades unos a otros.
Si nos desenvolvemos en un perpetuo estado de urgencia, a medias entre el pánico y la ira retroalimentadas, es normal que pararse a realizar un trabajo intelectual sea tenido por peligro y despierte sospechas, cuando no envidia, asco y anhelo de revancha. De modo que nos aferramos a la autoevidencia de nuestras emociones y al doble alivio, asociado a ellas, de que pasarán, y que, mientras tanto, son suficientes para justificar nuestro paso por la vida, sobre todo por la pública.
Sumémosle a ello una apreciación realizada por el teólogo José María Cabodevilla en La impaciencia de Job (La Editorial Católica, 1967): que «un beneficio asimilado hácese inconsciente, no existe como tal beneficio». Pone como ejemplo la mejora que supuso la aparición del ferrocarril y cómo «al usuario actual del tren solo le es permitido sentir el dolor: el dolor de comprobar el retraso del tren con respecto a los horarios previstos». Lo mismo podríamos decir de internet, de los smartphones, de la democracia, de los progresos en materia de derechos humanos… La impaciencia, o el no poder anticiparnos a cuándo un avance alcanzará su grado de prometida perfección (spoiler: nunca), nos conduce de vuelta al terreno de las emociones y su falsa confiabilidad. De hecho, citando de nuevo a Cabodevilla, «ya el acto mismo de prever, de presentir un dolor, tiene su nombre propio en la riquísima gama de dolores; se llama miedo».
El antiintelectualismo, pues, está enquistado en el miedo, no a la inteligencia per se, sino a la fragilidad de nuestro bienestar y mantenimiento del statu quo.
¿Qué pasa? Que la clase política y los medios de comunicación clásicos y modernos son grandes conocedores y artífices de dicho temor, así como del resto de emociones reactivas. De ahí que ciertas cosas se silencien a la par que nos bombardean con problemas exagerados, cuando no ficticios, para crear o bien sesgos y con ellos una «cascada reputacional/informativa» (o, en otras palabras, que «las personas responden al comportamiento de otras personas sumándose rápidamente a ellas», describe Nussbaum) que suele terminar en radicalización; o, directamente, el shock analizado por Naomi Klein en su obra fundamental, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre (Paidós, 2007), pagado con más miedo.
En ambos casos, internet y las redes sociales funcionan a la perfección como gasolina, por la velocidad, por cómo recibimos y consumimos —de manera personal-izada— las opiniones, por ser una gran cámara de eco y uno de los pocos espacios que creemos poseer de forma legítima e indefinida, exento del riesgo definitivo de desahucio. No es de extrañar que haya personas defendiendo la red social X como si se tratase de su patria [lo de este antiintelectualismo nostálgico del 36 y su disimulado identitarismo victimista con el antiintelectualismo en sí lo dejamos para otro día].
Pero no es solo una cuestión de decisión individual lo del rechazo a la razón o a la adquisición de conocimiento a través del estudio. Afecta, también, la cosmovisión implementada por el capitalismo tardío y el neoliberalismo, a saber, la del mundo y la realidad como lugares estáticos. Ese Realismo Capitalista (Caja Negra, 2016) sobre el cual reflexionó Mark Fisher se contrapone, sin ser excluyente, al primer mandamiento del «voluntarismo mágico» neoliberal. Dicho con otras palabras: que cada uno de nosotros podemos ser aquello que queramos, pero el mundo, la vida, la realidad, no, eso «es lo que es». Creemos que se percibirá claramente con el ejemplo dado por Fisher en la charla del 23 de febrero de 2016 dentro del ciclo All of this is temporary organizado por el CCI Collective: «[hay] esta idea de que, si no te gusta [la realidad], tienes que adaptarte a ella, así son las cosas. […] Si quieres mantener tu trabajo, tienes que trabajar más horas, aceptar más responsabilidades. —No me gusta. —Bueno, a ninguno de nosotros nos gusta, pero así son las cosas».
Que lo de afuera sea inmutable implica, por un lado, que puedo y debo adquirir el conocimiento de ello de forma natural, por medio del «sentido común», libre de esfuerzos intelectuales, porque las cosas son su superficie visible y la realidad lo reposado en la mente casi como iluminación profana (véanse las teorías de la conspiración). Por otro lado, implica que su transformación efectiva es imposible y, en consecuencia, detenerse a conocer a un nivel más profundo supone un esfuerzo estúpido. Por último, que aquello que sucede (y nos gusta) tiene un cariz de predestinación, a la par que de recompensa personal, porque —otra contradicción en la que el neoliberalismo se siente en su salsa— «tú creas tu propio mundo» y, aunque sabemos que es mentira, ¿a quién no le va a gustar creer que sí?
A cambio de permanecer en este engaño, a medias neoliberal a medias neoconservador, se nos pide algo muy concreto: que participemos ansiosamente en él. Haciendo. Mostrando y promocionando lo hecho. Produciendo más diciéndonos que es para nosotros, pero no lo es. Hay que mostrarlo. Y rápido. Y que sea entretenido. Nada de perderse de la vista pública en libros y reflexiones, porque eso es hacer nada, es perder el tiempo, es estar fuera del mundo. Pero ¿a qué mundo se refieren los que dicen esto? Nos queda claro con las campañas de acoso y derribo a las carreras universitarias de humanidades en Occidente, esgrimiendo que son inútiles, es decir, que el mercado no ha encontrado la manera de hacerlas rentables.
El antiintelectualismo puede ser una postura ideológica, sí, y también la postura que hemos permitido que otros tomen por nosotros sin que nos demos ni cuenta. No se trata de culpas aquí, sino de tomar conciencia de que el juego está montado para que sigamos entregándonos a la incultura, a la inconsciencia, a la resignación, al cinismo y a la irracionalidad que no contempla argumento posible.
¿Se han dado cuenta de que cada vez es más complicado comunicarnos con palabras? Si pusiéramos «yo lucho por la libertad» necesitaríamos insertar un perfil completo de quién lo dice para inferir, que no comprender, cuál es el significado de lucha y de libertad. Lo mismo pasa con otros conceptos básicos para la convivencia como «bien», «justicia», «derecho», «paz», «fascismo», el propio «conocimiento», o «realidad» y «verdad». Es un tema serio, pero consigue pasar desapercibido gracias al atiborramiento de memes y zascas mediáticos, cuyo efecto autoevidente refuerza al de los sentimientos, con el plus de las risas. Entre «jijis» y «jajas» vamos olvidando que la conciencia y la memoria son condiciones necesarias para la libertad, de expresión y de cualquier otro tipo; que, sin ellas, lo único que hay es obediencia y desorientación, por muy divertida que parezca.
El antiintelectualismo es un resorte más para socavar la conciencia personal y colectiva de los individuos, impidiendo que se produzcan intercambios de información desde la confianza.
Es curioso que, justo cuando más nos tenemos todos por expertos de todo —tanto que somos capaces de rebatir teorías científicas habiendo visto tres vídeos cortos de YouTube—, menos creemos en las palabras de los demás. Dudamos incluso de nuestros pensamientos, y corremos a X, a TikTok, a Instagram, a ChatGPT para que nos recuerden qué era lo que sabíamos.
Será que no nos tragamos del todo la mentira del antiintelectualismo. Y eso está muy bien. Habría que empezar, como en las terapias de adictos anónimos, por reconocerlo, para después continuar con la reconquista del lenguaje comunal, informándonos y pensando colectivamente más allá del límite impuesto por la ignorancia disfrazada de certeza. Aunque mucho nos tememos que eso solo ocurrirá fuera de las redes sociales, por los motivos que Grafton Tanner da en Porsiemprismo (Caja Negra, 2024):
La libertad de expresión no está distribuida de forma equitativa en internet. Una plataforma social no es un espacio público. En la vida online se promueve por doquier la democratización de hacer oír la propia voz, pero esto siempre se realiza en los términos de la plataforma digital. Allí se exige que los usuarios contribuyan a que los datos producidos sirvan a las corporaciones de medios que recogen esa información, para que luego puedan microdirigir con mayor precisión sus anuncios a las audiencias.
Por eso y porque, no nos engañemos, hay ya más bots que personas en ellas.
¡Ah! Por cierto… La palabra «intelectual» sí está recogida en el DRAE. Dice su primera acepción que es «perteneciente o relativo al entendimiento». ¿No sería precioso que nos juntásemos para recuperar el sentido en y desde esa última? (El) Entendimiento es fácil de pronunciar y un remedio eficiente contra el miedo. De hecho, puede que sea la única trinchera real contra el fatalismo y la vuelta al pasado en blanco y negro que algunos listos se empeñan en colarnos como inevitable. O no, porque, por más que se empeñen determinados poderes y clases sociales, el futuro no está prefijado ni es una repetición de lo pretérito. Pero así, al menos, tendremos herramientas para nombrar el resto de historias y mundos posibles.