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Enrique Murillo: “Hay que hacer algo con los falsos autónomos del sector del libro”
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Enrique Murillo: “Hay que hacer algo con los falsos autónomos del sector del libro”
  10/10/2025




Todo el mundo está nervioso con las memorias de Enrique Murillo. Preguntes a quien preguntes, los comentarios se repiten: que si no debería haberlas escrito, que si solo cuenta lo que le interesa, que ya era hora de que alguien hablara, que si no es autocrítico… Los que no las han leído opinan igualmente. Salta a la vista, pues, que Murillo ha dado en el clavo con su Personaje secundario: La oscura trastienda de la edición (Trama), crónica de sus cincuenta años dando el callo en sellos tan importantes como Anagrama, Plaza & Janés, Planeta y Alfaguara, entre otros. El libro arranca con una declaración de intenciones: “Contaré lo que otros no han querido mencionar siquiera cuando hacían recuento de sus vidas editoriales”.  Y cumple su palabra. Vaya si la cumple.


Pertenece o ha pertenecido usted a eso que llama “parias del sector editorial”?

Por supuesto. Durante diez años trabajé en exclusiva, o casi en exclusiva, para Anagrama. Empecé co-traduciendo la biografía de James Joyce escrita por Richard Ellmann y, durante la siguiente década, traduje cuarenta libros. Repito: cuarenta. Pero es que, además, hacía informes de lectura, entre ellos el del libro que se convirtió en la columna vertebral de la economía del sello: La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Por si esto fuera poco, también asumí la lectura de los manuscritos que llegaban para el recién creado premio Herralde. Y al final incluso llevé el departamento de prensa. Acabó siendo un trabajo a tiempo completo para el que, sin embargo, nunca me hicieron contrato. Durante todos esos años viví en la más absoluta de las precariedades. Trabajaba sin descanso. Con pasión, pero con la soga de la seguridad social al cuello. Hasta que me ofrecieron otro trabajo y, como Herralde se negó a regularizar mi situación, me marché.


Para sobrellevar la situación, usted urdió un plan secreto. Dicho con sus propias palabras, una “misión histórica” propia de “una mente desequilibrada”: “cambiar radicalmente la novela española”.

Todos los cambios arrancan con un loco que dice: “Todo está mal, empecemos de cero”. Pues yo fui ese loco. En aquel entonces, tenía claro que, para un escritor de finales del siglo XX, ninguna tradición posterior a Quevedo servía de nada. En cierta ocasión, Ramiro Pinilla me dijo que los autores españoles no sabían narrar. Que eran grandes escritores, pero pésimos narradores. Y tenía razón, como demuestra el hecho de que Valle-Inclán fuera buen poeta y mal novelista, y de que Baroja tuviera fuerza, pero no dominio narrativo. Yo quería hacer algo al respecto, pero no sabía cómo. Hasta que comprendí que la salvación pasaba por mi dominio de los idiomas: saber inglés me permitió acceder a la tradición anglosajona y, en consecuencia, usar mi autoridad en Anagrama para obligar a los futuros escritores españoles a leer narrativas ajenas a lo que yo consideraba los dos grandes problemas de la literatura española: el casticismo verbal y el costumbrismo plano.  Además, cuando leía los manuscritos que llegaban a la editorial, seleccionaba aquellos que denotaban un buen dominio de la narrativa.


Recordando el caso de Mario Muchnik, a quien un alto ejecutivo despidió de Seix Barral por no dar resultados económicos, usted defiende la importancia de hacer “políticas de autor”, es decir, de tener paciencia con los escritores y darles tiempo para alcanzar la excelencia.

Lo de la política de autor lo aprendí de Herralde, que a su vez lo aprendió de los editores franceses. La idea es sencilla: debes acompañar al autor hasta el final de su carrera. Eso tiene ventajas por un lado y riesgos por otro. Un ejemplo: después de traducir El loro de Flaubert, Herralde me pasó Mirando al sol. Le dije que era un mal libro, un paso atrás en la trayectoria de Julian Barnes. Y aun así lo publicó. Y lo hizo porque entendía que la fidelidad al autor estaba por encima de cualquier traspié puntual. En cuanto a Mario Muchnik, se trata de una historia ejemplar, porque muestra el modo en que un ejecutivo puede entrar en una editorial como un elefante en una cacharrería. La familia Lara encargó a un gestor que “limpiara” Seix Barral, que ciertamente arrastraba unos problemas económicos tremendos. Pero aquel hombre no entendía ni de literatura ni de catálogos editoriales. Solo era un contable metido en un mundo extraño. De una barrida, despidió a Muchnick y eliminó a todos los autores que no vendían, entre ellos Milan Kundera, que en aquel momento no cubría ni los costes de traducción, pero que estaba terminando de escribir La insoportable levedad del ser. En un gesto claramente vengativo, Muchnick propuso a Beatriz de Moura que lo publicara, y el resto ya es Historia de la Literatura. Lo interesante de este caso es que nos lleva a la cuestión de fondo: ¿la edición es un arte o un negocio? La respuesta es sencilla: ambas cosas a un mismo tiempo. Ahí reside la belleza del oficio: trabajas con el talento de los escritores, pero al mismo tiempo debes conseguir obras que sostengan la editorial.


Otra de sus denuncias es la de las liquidaciones. En sus memorias habla de editoriales con dobles contabilidades al respecto y con editores que engañan a sus autores porque consideran que ya tienen suficiente dinero.

Los seres humanos siempre encontramos excusas para todo lo que hacemos. El negocio editorial es complicadísimo, sobre todo por el tema de las devoluciones. Los editores se enfrentan a una montaña insoportable de devoluciones y, cuando llega marzo y revisan las cuentas, descubren que los números no cuadran, que están perdiendo dinero y que encima tienen que pagar el 7, 8 ó 10 por ciento de royalties al editor. Es mucho dinero y, claro, algunos optan por el “desliz” económico. Es lo que un editor llamó “malas costumbres medievales”. Mira, te voy a regalar una anécdota que no cuento en el libro: en una reunión con una docena de ejecutivos, cierto director general de una gran editorial española gritó: “¡¿Se puede saber por qué trabajamos tanto y perdemos tanto dinero, mientras que los escritores no hacen nada y ganan cantidades enormes?!”.

Joder…

Y lo más curioso es que su reacción era comprensible: llevaba años al frente de una empresa deficitaria. El mundo editorial vive rodeado de tópicos, el más famoso de los cuales dice que los grandes grupos ganan mucho dinero. Habría que verlo… Manejan mucho dinero, cierto, pero eso no significa que lo ganen con las ventas de libros.

La consecuencia de esos “deslices” económicos fue la aparición de una enorme cantidad de agencias literarias y la explosión de unos adelantos altísimos.

En cierta ocasión, estando Carmen Balcells en mi despacho de Plaza & Janés, me dijo: “Mira, Enrique, cada vez que un editor me paga royalties, pienso que me he vuelto a equivocar. Porque si un editor me paga, es porque ya ha robado suficiente. Por eso pido adelantos tan altos: para que las ventas nunca superen los royalties pagados. De esa forma, el editor no puede robar”.


Personaje secundario trae ejemplos concretos de editores que manipulan los premios literarios que ellos mismos convocan.

Cuando hablaba con editores extranjeros, siempre me preguntaban por el asunto de los premios en España. No lo entendían. Y yo les explicaba que en nuestro país son las propias editoriales las que convocan los premios, las que establecen las reglas, las que nombran al jurado y, ¡atención!, las que presiden ese mismo jurado. Ellos se miraban perplejos y me preguntaban: “¿Y la gente se cree eso?”.  Y yo les respondía que sí, que incluso la prensa dedicaba páginas enteras a loar a los premiados. En el extranjero no se entiende que los periodistas no sospechen de los premios controlados por los propios editores. Una vez, un periodista preguntó a José Manuel Lara Hernández si él intervenía en la elección del ganador, y él respondió: “¿Quién pone el dinero? Pues, ¿quién cree usted que elige al ganador?”. Y con el resto de premios pasa lo mismo. Herralde abrió una plica delante de mí y miró el nombre del candidato, saltándose una de las reglas básicas de su propio galardón. Recuerdo que leyó el nombre y soltó: “Pone Álvaro Pombo. ¿Lo conoces?


A usted mismo, cuando le pusieron al frente del premio Planeta, le pidieron que buscara una novela que vendiera miles de ejemplares. Almudena Grandes, Rosa Montero y Arturo Pérez-Reverte se negaron a participar.

Organizar el premio Planeta no es tan fácil como parece. Fíjate: la última premiada ni siquiera entró en las listas de más vendidos, mientras que sí que lo hizo otra autora del mismo sello. Eso indica lo difícil que es acertar. Fue Ymelda Navajo quien me metió en Planeta. Quería que diera un perfil internacional al sello, pero cuando ya llevaba algún tiempo ahí dentro, me encargó que me ocupara el premio. Llevaban varias ediciones sin vender nada y estaban perdiendo demasiado dinero. Miré el historial de ventas y resultó que era como una sierra: subía y bajaba, subía y bajaba… Curiosamente, los dos ganadores que menos habían vendido eran nuestros dos Nobel: Camilo José Cela y Mario Vargas Llosa, ambos por debajo de los cien mil ejemplares, lo cual demuestra que el premio Planeta no está pensado para ser leído, sino para ser regalado a las abuelitas.


Los traductores son otros de los grandes “parias del sector”. Usted luchó mucho por ellos en la época en que formó parte de la Junta de la Asociación Colegial de Escritores de Catalunya / Associació Col·legial d’Escriptors de Catalunya.

En aquel entonces no existían contratos de traducción. No se consideraba que el traductor también fuera autor; se le veía como un simple ejecutor de un trabajo encargado. Se pactaba un precio por página, por folio o por holandesa; un precio que, por supuesto, siempre era bajísimo. Tampoco había royalties, ni contrato, ni nada de nada. Entregabas tu traducción y perdías los derechos. Tu trabajo pasaba a ser propiedad del editor, que podía revenderlo en América Latina, publicarlo en bolsillo o incluirlo en aquellas colecciones retractiladas de RBA o Salvat… Y de todo eso no veías ni un céntimo. Por suerte, la Ley de Propiedad Intelectual incluía la figura del “autor de obra derivada” y eso sirvió para que, desde la ACEC, negociáramos con los editores la aplicación real de la ley en lo tocante a la traducción. Pese a las resistencias iniciales, obtuvimos una auténtica victoria cuando logramos que el pago a tanto alzado fuera considerado un anticipo a cuenta de royalties y que los royalties fueran calculados sobre el PVP, igual que los del autor. Ahora la situación está más o menos normalizada, pero costó mucho que los editores cumplieran.


En sus memorias insinúa que en el mundo editorial hay más falsos autónomos que en una convención de mensajeros.

Todos los colaboradores externos del mundo de la edición son parias. Los lectores de manuscritos, los correctores de estilo, los redactores de informes… Todos trabajan como falsos autónomos. En España, un autónomo es un empresario, alguien que ejerce su profesión por cuenta propia. Pero en el mundo de la edición esto no es así: todos esos trabajadores carecen incluso de un epígrafe específico para su actividad. Dicen que se ganan la vida con su trabajo, pero en realidad la están perdiendo. En el resto de países hay tarifas dignas, pero aquí, mientras la industria editorial se jacta de récords de facturación, sus colaboradores externos no saben cómo pagar el alquiler. Y todo esto ha ocurrido porque hemos deshumanizado la edición. La ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, intervino en el tema de los falsos autónomos de Glovo. Ahora toca que haga lo mismo con los del sector editorial.







Foto Fernando Rodríguez




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