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La editorial barcelonesa Wunderkammer publica Ese famoso abismo, libro de conversaciones entre la periodista cultural Anna María Iglesia y el escritor Enrique Vila-Matas.
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La editorial barcelonesa Wunderkammer publica Ese famoso abismo, libro de conversaciones entre la periodista cultural Anna María Iglesia y el escritor Enrique Vila-Matas.
ACEC  16/11/2020



L a editorial barcelonesa Wunderkammer publica Ese famoso abismo, libro de conversaciones entre la periodista cultural Anna María Iglesia y el escritor Enrique Vila-Matas. En él, se tocan temas como por qué escribir, los lugares de la literatura, la poética del fracaso o el arte de desaparecer, tema de este fragmento de la charla entre ambos que Babelia publica un día antes de que el volumen llegue a las librerías mañana lunes. “El resultado”, indica su editora, Elisabet Riera, “es un texto tan reflexivo como biográfico y ameno, donde asoman grandes nombres de la literatura y el arte universales junto a recuerdos y anécdotas personales del autor. Una obra indispensable para los lectores de Vila-Matas y para todos los amantes de la buena literatura en general”.

Wunderkammer acompaña el lanzamiento de la recuperación de “un texto fundamental” de la obra ensayística de Vila-Matas (Chet Baker piensa en su arte. Ficción crítica), “que hasta ahora había pasado desapercibido en medio de una antología de relatos del autor”.

Comentabas antes, refiriéndote a Historia abreviada de la literatura portátil, que abrías casualmente un libro, buscabas alguna frase ingeniosa y se la atribuías a otro. Estas falsas atribuciones me hacen pensar en las entrevistas inventadas para Fotogramas.
Sólo sé que era joven y que esas falsas atribuciones me divertían mucho, por lo que tenían de juego –lo lúdico en un país tan trágico como el nuestro no está muy bien visto– y también de transgresión; después de todo, me permitían probarme a mí mismo que era capaz de perderle el respeto a las normas estereotipadas de la corrección literaria. ¿Cómo decirlo? Me permitían poner en cuestión todo en el mundo de la ficción, absolutamente todo, y sugerir que se podía escribir de muchas otras formas que no fueran las establecidas.

¿Se te ha criticado muchas veces que “citas demasiado”?
Creo que no, aunque algún caso habrá. Pero los que dicen que cito mucho son gente que simplemente no me ha leído. Porque si inventar una cita es citar, vamos arreglados… Con esa gente de nada sirve que vaya yo explicando que más que un citador soy un modificador, que es lo que es precisamente Mac, el diarista de Mac y su contratiempo: un tipo con tendencia a modificar lo que lee, que, por otra parte, es más bien un gesto un tanto arrogante. Un gesto judío, dice Steiner. Porque quien lee lápiz en mano está convencido de ser capaz de escribir un libro mejor que el libro que está leyendo. El modificador toma notas, subraya, lucha contra el texto, escribiendo al margen. Suele decirse que no hay nada tan fascinante como las notas marginales de los grandes escritores. Es un diálogo vivo. Hace un año leí un compendio de las notas escritas a lo largo de los años por Borges en los márgenes de los libros que leía. Era fascinante.

Deduzco por lo que dices que tomas muchas notas durante la lectura y que algunos de tus libros de cabecera estarán llenos de notas al margen.
Hay bastantes notas, muchas de ellas indescifrables, incluso para mí, pero quizás lo que caracteriza más a algunos de mis libros de cabecera es que están destrozados. Una colección privada de libros destrozados. De libros que se intuyen muy leídos o, mejor dicho, muy vividos.

Esta escritura de los márgenes me hace pensar en Bartleby y compañía, donde el narrador escribe un cuaderno de notas a pie de página sobre libros invisibles.
La gracia de Bartleby y compañía es que el libro no está. El origen de mi pasión por las notas procede de la lectura de las geniales notas que acompañaron la traducción española (de Javier Marías) de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne. De la primera de esas notas me llegó precisamente la información de que shandy o shan, en el dialecto de algunas zonas del condado de Yorkshire –donde Sterne vivió gran parte de su vida– significa indistintamente ‘alegre’, ‘voluble’ y ‘chiflado’.

Recordabas antes que Perec sostenía que la literatura se encaminaba hacia un arte de las citas. ¿Hasta qué punto hoy el uso de la cita se ha convertido en una forma tan estereotipada como la que tú combatías?
Pasa como con todo. Hay quien lo hace bien y quien no puede hacerlo peor. «Hay gente pa to», que decía el torero Belmonte.

Te lo pregunto porque Esta bruma insensata puede leerse como una reflexión sobre el arte de las citas. Es decir, ¿el asunto no es la cita, sino cuestionarla como se cuestiona todo?
En efecto, se trata de ponerlo patas arriba todo, y en ese cuestionamiento no excluyo por tanto ni siquiera mis posibles virtudes. En esto pasa como con lo de reírse de los demás. Para reírte de todo has de empezar por saber reírte de ti mismo. Hay gente que ridiculiza a los otros en sus diarios personales, pero son incapaces de percibir lo ridículos que son ellos.

Tanto la atribución de falsas citas como la invención de entrevistas están muy relacionados con el concepto de identidad o su cuestionamiento, con la idea de una identidad fluctuante e, incluso, ficticia.
Un día, poco después de publicar Dietario voluble, me reí mucho al leer que yo era, por mí mismo, un completo festival del heterónimo hermético y que en realidad Vila-Matas no era más que uno de los muchos heterónimos de Vila-Matas. Recuerdo que sentí de pronto que no podía estar más de acuerdo con eso. Y desde luego sentí, por qué no decirlo, que tranquiliza mucho disponer de tantas máscaras.

No sé si lo sabes, pero en su día se sospechó que Blanchot no existía, sino que era una creación de distintos escritores.
Pero Blanchot existió; durmió, treinta años antes que yo, en la buhardilla que me alquiló Marguerite Duras. Durante la Resistencia, Blanchot se veía con Marguerite en reuniones clandestinas y a veces dormía allí en la sexta planta de la rue Saint-Benoît. Una noche, en esa buhardilla, tuve una experiencia a lo Stephen King, memorable, por lo horrorosa que fue. Me dormí leyendo unos cuentos de terror de M. R. James y de pronto desperté sudoroso y noté que había alguien a mi lado y al girarme me vi a mí mismo en versión diabólica. Nunca volvió a pasarme una cosa así, pero tengo muy claro que vi esa cara, que, con el tiempo, en mi memoria, se ha ido pareciendo a la de Blanchot en la única foto que he visto de él. Te digo la verdad: yo ahora no dormiría por nada a solas en esa buhardilla. Ni loco.

«Es una alegría poder decir que atrás […] va quedando fulminada para siempre la identidad, atrás va quedando esa carga pesadísima», dice el doctor Pasavento, que cree que, desprendiéndose de la identidad, «podría ser más libre».
Pero hoy en día, cuando pienso en el ya lejano avatar del doctor Pasavento, hasta le compadezco, quizás porque no paro de darme cuenta de lo difícil que tenía que ser para el pobre Pasavento tratar de ser aún menos de lo que ya de por sí era, sobre todo teniendo en cuenta que no era nadie.

Al respecto, Gonçalo Tavares en la introducción de Doctor Pasavento, en su edición brasileña, escribió: «Desaparecer frente a otros requiere esfuerzo, pero es posible (el buen escondite se resuelve): desaparecer frente al espejo, ese es el gran obstáculo».
Cuando leí esto de Tavares, me di cuenta de que era algo en lo que yo no había pensado nunca antes. O sí. Es probable que lo hubiera pensado, pero sin darme cuenta, porque parece un pensamiento relacionado con la cita de Blanchot que abría El mal de Montano: “¿Cómo haremos para desaparecer?”.

Al final, este es el dilema de Montano y de Pasavento.
Y es el dilema de Cervantes cuando se enfrenta al momento en que tiene que sentenciar a Alonso Quijano y relatarnos su muerte y escribe: «Alonso Quijano, entre lágrimas y quejas de quienes lo rodeaban, dio su espíritu, quiero decir que se murió». Según Borges, en esa frase está sellada la emoción del autor al tener que acabar con su creación. Podría haber sido un momento grandilocuente, pero Cervantes lo resolvió bruscamente, como si hablara de un amigo: «quiero decir que se murió».

Esto me hace volver a Bastian Schneider y, sobre todo, me hace pensar que, al final, la desaparición del doctor Pasavento, su deseo de no ser nadie para ser más libre, no deja de ser una metáfora de la literatura y de ese grado cero de la escritura, que diría Barthes.
Por paradójico que parezca, yo a veces veo detrás de ese deseo de no ser nadie la pulsión de volver a empezar. Alguien dijo que les daba una segunda vida a los escritores que admiraba. Y cuanto más pienso en esto, más me doy cuenta de que esto explicaría que, como dice Christopher Domínguez Michael, hubiera yo obrado el milagro, por ejemplo, de devolver a Maurice Blanchot a ese mundo de la literatura del cual nunca debimos dejar que se escapara.

¿Y ese mundo del que no debimos escapar es el que se plasma en una novela como Thomas el oscuro, seguramente la novela de Blanchot que más dialoga con las tuyas?
Ya hace tiempo que me dijeron esto por primera vez. Y me sorprendió, porque de Blanchot el libro que me había dejado huella era El libro por venir. Y es que Thomas el oscuro lo había incluso evitado por el hecho mismo de ser una ficción. Novela y Blanchot no encajaban bien para mí, supongo que no estaba interesado en que el autor de El libro por venir me contara una historia. Pero cuando me sugirieron que entrara en ese libro, no esperé nada para hacerlo y pude descubrir, no sin cierto asombro, el principio narrativo sobre el que Blanchot había construido toda su obra de ficción hasta conducirla al silencio; un principio que se resumía en un fragmento que pasó a perseguirme desde entonces: «Cuanto más se alejaba de sí mismo, más presente estaba. El relato de ficción pone, en el interior de aquel que escribe, una distancia, un intervalo, sin los cuales no podría expresarse…». No sé cómo decirlo y ni siquiera si se puede expresar, pero la cuestión es que adoro esa distancia que creo que alcanza una cualidad extrema en los relatos de Kafka.

De hecho, Blanchot analiza esta distancia en Kafka observando que se consigue pasando del yo al él. Y, en el fondo, ¿no es esto lo que hacen tus personajes en ese tránsito hacia el abandono de toda identidad?
Es esto, sí. Recuerdo que Blanchot resaltaba ahí que cuando Kafka escribe al azar la frase «Él miraba por la ventana», se encuentra, según dice, en una especie de inspiración tal que esta frase ya es por sí sola perfecta. Porque él a fin de cuentas es su autor o, mejor dicho, gracias a ella, él es autor: de ella obtiene su existencia, él la ha hecho y ella lo ha hecho, ella es él y él es por completo lo que ella es. No conozco a nadie que haya expresado mejor por qué escribir puede ser una dicha absoluta.
Aparte del hecho de dar una segunda vida a los escritores que admiras, este volver a empezar ¿tiene que ver con tu actitud frente a la página en blanco?
Podría ser, ¿por qué no?

Más que nada porque dar una segunda vida a los escritores, además de ser una forma de reconocerles unos méritos que, quizás, no se les han reconocido, obliga a encontrar y realizar una nueva lectura, es decir, volver a interpretarlos.
Y también es una forma de transformarlos en personajes. De hecho, desde que Dios no existe, todas esas teorías acerca de lo que al escribir puede o no hacer uno, es decir, todas esas grandes polvaredas que levantan las polémicas que dividen a los literatos, acaban en el balbuceo incoherente al que conduce la incapacidad de todos por formular algo que pueda sellarse diciendo que ha quedado debidamente demostrado. De modo que, desde mi punto de vista, todo está permitido y, por tanto, los escritores pueden perfectamente ser personajes, del mismo modo que hay quien va por ahí y elige en las tumbas los nombres de sus personajes de ficción.

Si hablamos de desaparecer, hay que preguntarse de dónde se desaparece. Y esto me lleva a Bastian Schneider, a la imposibilidad de vivir fuera del «texto infinito», y a muchos de tus personajes, empezando por el doctor Pasavento, que aspiran a desaparecer, pero viven atrapados dentro del texto, incapaces de salir de ahí.
Entre mis personajes, Bastian Schneider es el que más resistencia ha opuesto a desaparecer. Puede dar la impresión de parecer una invención mía, pero no lo es, no lo es en absoluto. A veces pasan cosas raras. Sucedió lo siguiente: estaba escribiendo Esta bruma insensata y el narrador se llamaba Bastian Schneider y, al igual que el de la conferencia Bastian Schneider, del Collège de France, era una persona que vivía en una casa junto a un abismo, dedicada al arte de las citas. El caso es que estaba muy familiarizado ya con Bastian Schneider, porque era quien contaba la historia de la relación con su hermano neoyorquino, Rainer Schneider. Llevaba ya unos meses Bastian siendo la voz que narraba Esta bruma insensata cuando me llegó un email desde Köln, Alemania, que empezaba así: “Me llamo Bastian Schneider y no tengo problema en ser el héroe de su conferencia de París (la conferencia acaba de ser traducida al alemán en una revista de Berlín), pero debo decirle que, si bien Schneider es un apellido muy corriente, Bastian no lo es tanto, y aun menos lo es que alguien se llame Bastian Schneider y sea escritor, como es mi caso; es más, mi editor me pregunta si soy yo”. Desde luego no ignoro que hay escritores que son visitados por sus personajes, pero el caso de Bastian Schneider, joven escritor de Köln con varios libros ya publicados (como pude comprobar googleando), no dejó de sorprenderme. Y lo primero que hice fue ir a mi novela en marcha y cambiarle el nombre a Bastian para ponerle Simon. Hoy en día, mantengo una cierta correspondencia con Bastian Schneider, que me ha enviado a casa sus libros en alemán, aun sabiendo –tal como me dijo en una carta en francés que llegó dentro de uno de sus libros– que yo no tengo ni idea de leer en alemán. A veces paso por delante de donde están los libros del amigo Bastian en mi biblioteca y me digo: ya es bien raro, de todos modos, que uno de mis personajes esté produciendo todos estos libros…
Ese famoso abismo. Conversaciones con Enrique Vila-Matas.

Anna María Iglesia. Wunderkammer, 2020. 176 páginas, 18,50 euros.
El País











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