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Cuando el lujo descansa
  11/5/2025



E l éxito de ‘La Asistenta’ es una buena excusa para reflexionar sobre el servicio doméstico. Tres autoras abren las puertas a una intimidad plagada de violencias


El fenómeno literario de la saga de Freida McFadden (Nueva York, 1980) La asistenta (Suma) es del todo oportuno para adentrarnos en las arenas movedizas del servicio doméstico y reflexionar sobre sus dinámicas. Abrir este cajón es presenciar una suerte de espectáculo privado, lleno de hábitos bien orquestados y guiones ensayados al milímetro.

En el primer libro de la saga (ya se han publicado tres), la protagonista, movida por la desesperación, toma lo que probablemente sea una de las peores decisiones de su vida. Acaba de salir de la cárcel y, tras ser despedida del único trabajo que consiguió como ex convicta, se ve obligada a vivir en su coche. De pronto se le presenta lo que para ella es una oportunidad de oro: la posibilidad de trabajar en una casa de ricos. 

Cuarto propio, comida incluida, un sueldo modesto pero estable. Acepta y se integra en las dinámicas de una familia que no es la suya, lo cual es siempre obligatorio en esta profesión, aunque esta cláusula no aparezca en ningún contrato. Su cometido inicial es encargarse de las tareas domésticas, aunque pronto descubrirá que la voluntad de sus jefes va mucho más allá, y el mayor empeño deberá ponerlo en conservar la dignidad en un hogar plagado de violencia.

Formas de invisibilización
La violencia en el trabajo doméstico adopta formas concretas, muchas veces sutiles, otras abiertamente brutales. El cuerpo de las mujeres que lo ejercen es un territorio negociable: debe ser funcional, obediente e invisible. A esto se le suma la racialización. Muchas patronas agrupan a las trabajadoras por origen y les atribuyen cualidades homogéneas: “las filipinas”, “las negras”, “las latinoamericanas”. Algunas les cambian el nombre. Según Delpierre, una empleada fue rebautizada con un nombre árabe porque a la patrona le recordaba sus vacaciones en Túnez. Otras deciden sistemáticamente llamar a sus criadas María o Conchita, en referencia a la típica “muchacha” inmigrante española o portuguesa. Cambiarles el nombre es una forma de borrar su identidad, de marcar subordinación. Así, resulta más fácil hacerlas reemplazables por otros cuerpos más jóvenes o baratos, o más estéticos según la decoración que a los multimillonarios les interese proyectar.

Si bien el caso de McFadden está lleno de tópicos peliculeros y escenas de una morbosidad saturada, el libro es un buen punto de partida para reflexionar sobre este fenómeno complejo. La socióloga francesa Alizée Delpierre baja al territorio práctico en su libro Servir a los ricos (Península), un ensayo que recoge los testimonios de empleadas domésticas que trabajan en hogares acaudalados en París: niñeras, limpiadoras, chicas para todo.

Con un ritmo progresivo bien logrado –como una especie de thriller ensayístico que va in crescendo–, Delpierre nos arroja a los lobos de esta realidad para desmantelar con precisión quirúrgica las diferentes capas de esta forma de servidumbre moderna, para hablar sin tapujos sobre las lógicas que imperan en este camino lleno de intersecciones.

En su libro, la casa es el escenario, la empleada, la actriz secundaria y los patrones, los directores de una obra cuya trama les permite preservar el estatus y mantener intactas las jerarquías. Estas casas, situadas en barrios cerrados reservados para los ultrarricos, operan según reglas no escritas que todos deben cumplir si desean pertenecer al vecindario. Tener servicio doméstico es una de esas normas. Y cuanto más, mejor. En este contexto, las empleadas no son solo una fuerza de trabajo facilitadora; son también un atrezzo , parte del decorado que permite a los más ricos exhibir su abundancia.

Además de cumplir con las tareas del hogar, las empleadas domésticas deben lidiar con un sinfín de códigos y hacer malabares entre el habitus burgués y el ethos del servilismo: comportarse según los estándares de la clase alta, pero sin pertenecer a ella. Ser pulcras y elegantes, pero al mismo tiempo recatadas e invisibles.

Muchos empleadores se consideran generosos por “acoger” a mujeres extranjeras en situación precaria, y necesitan que ellas también lo crean. En este teatro simbólico de gratitud forzada se impone una deuda emocional, y eso lo pone muy difícil a la hora de reclamar derechos. “La sensación de ser indispensable en la vida cotidiana de los ricos empuja a las sirvientas a demostrar su virtuosismo trabajando, a no confesar ni siquiera sentir el dolor”, explica Delpierre.

No hay lugar para el descanso ni para la enfermedad. Tampoco para los vínculos afectivos. Las empleadas domésticas de los ultrarricos renuncian a casi todo para estar a su servicio: jornadas interminables, sin apenas días libres. Pero nada de esto figura en sus contratos de trabajo, si es que existen. “De todas formas, ¿quién va a comprobarlo?”, confiesa sin pudor uno de los entrevistados de Delpierre; él tiene dos sirvientas sin contrato de trabajo. Cínico, pero no le falta razón. Los inspectores de trabajo no entran en los domicilios privados para comprobar la situación de las empleadas domésticas. El capital, una vez más, se impone al derecho.

Delpierre analiza la arquitectura, Rosario Izquierdo (Huelva, 1964) baja al subsuelo. En Diario de campo ( Alianza), la socióloga y escritora se desplaza a la periferia sevillana para registrar, desde un centro social, las historias de mujeres que sobreviven en entornos precarizados, marcados por el miedo, la desprotección institucional y la necesidad de aceptar cualquier trabajo con tal de sobrevivir. Izquierdo construye un retrato honesto y sin edulcorantes sobre la integración social de quienes han quedado fuera del reparto.

Volviendo a la precariedad que describe Delpierre, este tercer libro nos despega definitivamente de la creencia de que de todo se puede salir. El empoderamiento no sirve para todo el mundo, especialmente cuando el trabajo no es una vía de autorrealización, sino una estrategia de supervivencia. Dejar un empleo no siempre es una opción, y hay muchas personas atrapadas en una espiral de precariedad que no se rompe con esfuerzo, sino con políticas.

McFadden retrata el síntoma, Delpierre disecciona la arquitectura, e Izquierdo captura el miedo de quienes resisten desde la marginalidad. Tres ángulos complementarios que nos obligan a mirar de frente un fenómeno tan cotidiano como silenciado. Juntas, estas tres autoras ofrecen un mapa para leer las violencias —más o menos visibles— que atraviesan el trabajo doméstico. También invitan a cuestionar el relato meritocrático; esa ficción funcional que nos hace creer que todo se resuelve con voluntad.
Desgraciadamente, no siempre se puede elegir. A veces sencillamente no hay dónde ir, y tener algo es mejor que no tener absolutamente nada.

Freida McFadden La asistenta/L’assistenta Trad al cast. Carlos Abreu Fetter / al cat. Inmaculada Estany Morros y Vela Pàmi Suma

Alizée Delpierre Servir a los ricos  Trad. Palmira Feixas
 Rosario Izquierdo Diario de campo 


Inés Pich-Aguilera - Lavanguardia




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