Català - Castellano
¡Asóciate!
El mezquino afán de convertir a los asesinos más crueles en protagonistas mediáticos
Noticia anterior
Noticia siguiente
El mezquino afán de convertir a los asesinos más crueles en protagonistas mediáticos
  7/7/2025



La polémica desatada por el libro “El odio” de Luisgé Martín, inicialmente detenida la distribución por un juez y, posteriormente, desestimada la publicación por la editorial Anagrama, nos lleva a asomarnos a ese género literario moralmente dudosísimo de visitar a criminales despiadados para convertirlos en personajes.


A veces, no hacemos nada por librarnos del mal.  Luisgé Martín se dejó caer en la tentación.


Ir a llamar a la puerta de las cárceles para ir a conocer a asesinos de la máxima crueldad con argumentos barnizados de filosofía, sociología, metafísica o psicología cuando lo que se busca es escribir un relato que los haga brillar como escritores, se ha convertido en una especie de subgénero literario al alza tras el éxito de A sangre fría de Truman Capote.


Truman Capote era un narcisista confeso, experto en sacar ventaja en las entrevistas a su aparente desvalimiento de huérfano, bajito y gay de voz quebradiza. Es célebre la entrevista en la que enterneció al duro Marlon Brando hablándole de su madre alcohólica y, como nunca grababa ni tomaba notas, el actor le contó en confianza intimidades nunca explicadas que después vio con horror que se publicaban en la prensa.


Capote se sintió atraído por la brutalidad y sinsentido del asesinato de la familia Clutter el 15 de noviembre de 1959 en un apacible pueblo de Kansas para robarles 40 dólares y se dispuso a escribir un artículo para New Yorker. Herb  (el padre) Bonnie (la madre) , Herbert y Bonnie Clutter (los hijos de quince y dieciséis años) fueron sacados de su cama mientras dormían para ser asesinados. Personas que nunca habían hecho daño a nadie asesinadas en la noche cuando más indefensas estaban.


Cuando seis semanas después los criminales fueron capturados por su descomunal torpeza y resultaron ser un par de pelagatos, se dio cuenta de la magnitud que podía tener aquella historia. Visitó a los dos en la prisión de Lansing. Uno de ellos, Perry Smith, era un joven de corta estatura, homosexual, de inteligencia limitada, con una desastrosa infancia en la que sus padres fueron acróbatas de rodeo y su madre se suicidó, como la de Capote. Y el escritor se sintió atraído por él. O eso le hizo ver.  Hay biografías que dicen que Capote se enamoró de él, pero no está muy claro que Truman Capote pudiera enamorarse de alguien que no fuese él mismo. Lo visitó en la cárcel, le mostró su empatía, les llevó regalos, buscó un abogado mejor para su defensa y le dijo que escribiría sobre el caso, dando a entender que sería positivo para su defensa. Aunque por dentro la mente sagaz y egoísta de Capote carburaba a su manera: “No me interesaba cambiar la opinión de los lectores acerca de nada, tampoco me movía ninguna razón moral (…) Yo tenía una teoría estrictamente estética acerca de crear un libro que pudiese convertirse en una obra de arte.”


Perry Smith le pedía ver borradores del libro y él le daba largas. Cuando se enteró por la prensa del título que le pensaba poner se quedó estupefacto y decepcionado: “A sangre fría”. Cuando ya tenía todo el material para escribir el libro, Capote se alejó, incluso físicamente: no se involucró en la última apelación que hicieron los asesinos y se fue a la Costa Brava a escribir muchas de las páginas de su novela de no-ficción. Dick Hickock y Perry Smith fueron condenados a la horca en abril de 1965. A quienes le reclamaban que hiciese algo más por salvar a Smith, Capote respondía: “¿Qué esperaban de mí? Soy escritor”.


Publicó el libro y fue un sonoro éxito. Nunca se recuperaría anímicamente. Su carrera literaria descarriló y cayó en una espiral de alcohol y drogas hasta su prematura muerte.
 

El asesino es la víctima

En 1970 aparecieron apaleadas y apuñaladas las niñas Kristen y Kimberley, de dos y seis años, y su madre embarazada, Colette, de 26 años. Inicialmente se detuvo al padre y marido, un médico llamado Jeffrey MacDonald, pero se le soltó enseguida por falta de pruebas. Siguió la investigación y, años después, fue nuevamente acusado. Mientras llegaba el juicio, él hacía su vida como médico en el hospital Saint Mary de Long Beach y allí fue a verlo el escritor en horas bajas Joe McGinnis, tras el escaso éxito de sus dos anteriores libros. MacDonald afirmaba su inocencia. Charlaron, se cayeron bien y MacDonald le propuso asistir al juicio empotrado en el equipo de la defensa, tener acceso a todas las reuniones y explicarle todo lo que quisiera saber para escribir un libro. Eso sí, le pidió una parte de los beneficios para sufragar los gastos de los abogados. Durante cuatro años, dos visitas y 40 cartas, McGinniss se mostró la mar de amigable con MacDonald y preocupado porque pudiera demostrar su inocencia.


Cuando publicó su libro Visión fatal en 1979 la empatía no estaba por ninguna parte: describía a MacDonald como un asesino psicópata, frío y manipulador. Lo singular es que desde la cárcel Jeffrey MacDonald emprendió una demanda judicial contra McGinniss por haber traicionado su confianza y haber procedido de manera engañosa. Lo que sucedió a continuación lo cuenta con el cuchillo afilado la escritora Janet Malcolm en un libro que ya forma parte de las lecturas de referencia en las facultades de comunicación: El periodista y el asesino.


Según MacDonald, McGinniss se había ganado su confianza y obtenido acceso exclusivo a su vida personal con el pretexto de escribir un relato comprensivo sobre su inocencia, cuando, en realidad, redactaba una acusación condenatoria sobre su culpabilidad. El abogado que llevaba la acusación dijo que “este es el caso de un falso amigo”. Durante el juicio, McGinniss fue vapuleado por el abogado por su doblez y cuando Janet Malcolm se interesó por el tema y fue a ver a McGinniss, en vez de ponerse de su lado se mostró inmisericorde con su actitud. En El periodista y el asesino es rabiosamente crítica con la relación manipuladora que se establece entre el entrevistador y el entrevistado y habla de “anarquía moral”. Malcolm arremete contra el periodismo, del que forma parte, de manera tan furibunda que podría tomarse como una provocación sarcástica. Finalmente, no queda claro si lo que irrita a Janet Malcolm del caso es la trapacería de MacGinniss de fingir que trabajaba por la causa de la inocencia de MacDonald para después crucificarlo o el hecho de que el autor acabara encogiéndose, tratando de negar lo evidente en vez de aceptarlo como parte del oficio y, acabara  aceptando un arreglo económico extrajudicial para no tener más problemas, que venía a reconocer su culpabilidad.

 
El adversario

El escritor francés Emmamuel Carrère había terminado la tarde anterior su biografía sobre Philip K. Dick cuando se puso a hojear el diario Libération y los ojos se le fueron a la noticia de un hombre llamado Jean-Claude Romand, que se había fingido médico durante casi 20 años sin que nadie en su entorno se percatara del engaño y había asesinado a su esposa, sus dos hijos pequeños y a sus padres. Y se le despertó el olfato de perro de caza.


Carrère escribe a la cárcel a Romand, lo cuenta él mismo en el libro e incluye la carta. Después de presentarse como escritor y hacer referencia a su crimen como “tragedia” le dice: “Me gustaría que comprendiese que no me dirijo a usted movido por una curiosidad malsana o por el gusto del sensacionalismo. Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un criminal ordinario, ni tampoco la de un loco, sino la de un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan, y son esas fuerzas terribles las que yo desearía mostrar. Sea cual sea su reacción a esta carta, le deseo, señor, mucho valor y le ruego que crea en mi profunda compasión”.  Firma: Emmanuel Carrère.


En vivo y en directo el cochambroso espectáculo del escritor halagando al criminal para que le abra el melón de las confidencias y poder escribir su gran obra. Carrère reconoce unas páginas más tarde que “retrospectivamente me percato de que enseguida lo adulé adoptando aquella gravedad envarada y compasiva y viéndolo, no como a alguien que ha hecho algo horrible, sino como a alguien a quien le ha sucedido algo espantoso, el juguete infortunado de fuerzas demoniacas”.


Carrère acude a las sesiones del juicio donde Armand es condenado a cadena perpetua, pasa varios años carteándose con él y, finalmente, lo visita en prisión. En el libro, con la habilidad de un buen escritor, arranca el relato con el mejor amigo de los Armand, el doctor Luc Ladmiral, acudiendo al domicilio de sus amigos al ser avisado de que hay un incendio en la casa y al llegar encuentra a los bomberos sacando los cadáveres de Florence, Antoine y Caroline en bolsas grises plastificadas. A partir de ahí, convierte la vida de Jean-Claude Armand en un relato que te absorbe por improbable y desquiciado: desde que no se presenta al examen para pasar a segundo de medicina y esa tarde les dice a sus padres que le ha ido muy bien, y unos días después a su medio novia Florence (a la que tanto deseaba agradar) y a su compañero de carrera Luc les cuenta que ha sacado buena nota, toda su vida es una huida hacia adelante apilando mentira sobre mentira. Matriculándose durante años en segundo de carrera, finge haberse sacado el título y, después, dice que ha sido contratado por la Organización Mundial de la Salud como investigador en Ginebra.


Se casa con Florence, se instala en una población francesa cercana a Ginebra, donde también vive Luc Ladmiral, y tal es su seriedad y su buen sentido (aparente), que amigos y familiares de clase alta le confían despreocupadamente su dinero para que lo ponga en cuentas en suiza a las que él dice tener acceso por su trabajo en Ginebra. El dinero va a su bolsillo y la farsa se alarga durante años hasta que unos empiezan a reclamar sus ahorros (el suegro, que quería recuperar el dinero se cae ¿accidentalmente? por las escaleras y se mata cuando estaba a solas con él) y otros empiezan a extrañarse de que no aparezca en los directorios de empleados de la OMS. Cuando la mentira está a punto de explotar, mata a su familia y después toma el coche, se va a 80 kilómetros y también asesina a sus padres.


Durante el juicio, después de haber asumido los crímenes (inicialmente dijo que habían sido unos ladrones que entraron en la vivienda), negó rotundamente haber matado a su suegro y aseguró que el accidente fue fortuito: “Si fuera culpable de eso lo confesaría. ¿Qué más me daba confesar cinco crímenes que seis?” Pero Carrère, que en todo el libro mantiene hacia él un tono que quiere ser equidistante (o sea, favorece al asesino) ahí recela y apunta que aquí no es lo mismo cinco que seis, porque una cosa son unos crímenes cometidos en un estado de presión psicólogica insoportable y otra que la gente lo vea como un vulgar estafador, rastrero y criminal.


Lo que asombra es que Carrère hable tan poco de Florence Romand. La huella extraña de internet te permite ver su página de Instagram que se corta bruscamente en 1993. Verla ahí, risueña, ajena a la mentira que la rodeaba y la maldad que se acostaba en su propia cama todas las noches, sobrecoge. ¿Por qué Carrère no nos dice nada de la dulzura de la mirada de Florence?


Si hay un libro que Luisgé Martín ha tomado como molde para el suyo es El adversario de Emmanuel Carrère. Calca hasta la estructura: primero una nota personal (más breve en Carrère, más egótica en Martín), muestra la carta que envía a Breton como hace Carrère con la suya a Armand, pasa a contar la vida del asesino y finaliza, como desenlace, con la visita bis a bis al asesino, que Luisgé Martín realiza en la prisión de Herrera de la Mancha en un relato con pinceladas de fábula tenebrosa donde no falta ni la niebla. El adversario de Carrère es igual de dudoso moralmente, pero la historia de ese mentiroso metódico extremadamente inteligente y manipulador resulta sorprendente, mientras que el relato de las novias del anodino Bretón, tiene un interés escasísimo. Luisgé Martín ha apelado a la substancia literaria como coartada para el libro, pero si moralmente es discutible, literariamente parece aún menos defendible: previsible, plano, reflexiones sin vuelo, alusiones cansinas a sí mismo.


El odio no añade nada de fondo a lo ya contado por los medios de comunicación de la época sobre el horrible crimen de Bretón. Es un dar vueltas a una mayonesa tóxica que no aporta nada substancioso. Habría sido un libro que habría pasado con más pena que gloria de no ser por la intervención de un juez, con su medida cautelar de prohibirlo. Lo puso en todos los debates y tocó ponerse, sin entusiasmo, del lado de Luisgé Martín porque si se permite que los jueces decidan lo que se publica y lo que no, abriríamos la puerta al sótano oscuro de la censura. La editorial Anagrama lanzó un comunicado defendiendo vivamente el libro con el argumento de la libertad de expresión: “entendemos que la literatura puede y debe abordar estos temas sin dejar de lado la complejidad que representan, como hace Luisgé en El odio”. Aunque unos días después, cuando el juez levantó la medida cautelar y había luz verde a la publicación, tras muchas voces moralmente contrariadas por dar cancha a que un criminal despiadado que podía seguir causando estragos en su ex mujer, la editorial reculó y decidió en un segundo comunicado no distribuir el libro atendiendo al respeto por el dolor de Ruth Ortiz, a la que ni se mencionaba en el primer comunicado. En un tercer comunicado, se desvinculó definitivamente de su publicación.


En El odio, igual que el El adversario que mucha gente alaba, se deja en segundo o tercer plano (o más) a las víctimas. Incluso, como el escritor francés, muestra de manera retórica sus escrúpulos al respecto.  Carrère explica que durante el juicio tuvo sentada a la madre de Florence. Temblaba. “Yo habría podido, extendiendo el brazo, tocarle el hombro, pero me separaba de ella un abismo que no era solamente la insoportable intensidad de su dolor. Yo no le había escrito a ella ni a los suyos sino al hombre que había destruido sus vidas. A él creía yo deberle atenciones porque, al querer relatar esta historia yo la consideraba suya.  Yo almorzaba con su abogado. Estaba en el otro bando”.


Luisgé Martín, mimético, nos dice de manera escueta: “Cuando inicié el proyecto de este libro y la investigación sobre lo ocurrido tomé la decisión -quizás equivocada- de hablar únicamente con José Bretón. Mi propósito era tratar de comprender la mente de alguien que había sido capaz de asesinar a sus propios hijos, y para ello me resultaba distractivo cualquier otro punto de vista, especialmente el de Ruth Ortiz, a la que en cualquier caso no me habría atrevido a mortificar con indagaciones”.


Las víctimas están en otro bando o, como dice Luisgé, tienen puntos de vista “distractivos”. ¡Mira que si con sus lamentos y su desdicha los distraen de su gran obra de arte!






Ilustración: Luca Nicoletti




Artículos relacionados :

    No hay artículos relacionados
Noticia anterior
Noticia siguiente


Carrer de Canuda, 6. 5ª Planta
08002 Barcelona
Telf: 93 318 87 48 | Email info@acec.cat