Además de 'Los otros catalanes', Paco Candel escribió una cincuentena de libros y mostró la estampa de unos barrios y unos paisajes durante mucho tiempo ignorados.
Decía Vittorio de Sica que el neorrealismo surgió de la necesidad de decir la verdad y de tener el valor de contarla. Algo parecido podría haber afirmado Francisco Candel, que en una de sus novelas escribió eso de que las cosas, por monstruosas que sean, siempre hay que explicarlas. Publicó muchos libros Candel, novelas, cuentos, reportajes, crónicas, y los mejores son aquellos primeros que hablan de los suburbios (ahora lo llamamos «periferia») de la Barcelona de los años cincuenta, que para muchos no existía. Un paisaje tremebundo de chabolas hechas con materiales de derribo, dunas con desperdicios y riachuelos de cloaca. Barrios enteros que crecieron como ganglios infectados en torno a la gran ciudad y adonde llegaba sin pausa una emigración que huía del campo, el hambre y la miseria. No se establecían allí por gusto; venían en oleadas porque no les dejaban vivir en otro sitio. Eran los charnegos, «los otros catalanes», como los llamó el escritor en un ensayo que hizo bastante ruido cuando se publicó en los sesenta. Extremeños, andaluces, murcianos: campesinos pobres y braceros, perdedores de la guerra que se convertían en peones de obra, en descargadores en el puerto, mecánicos de taller, trabajadores del metro, dependientes en los ultramarinos, empleadas en el servicio doméstico o, en el mejor de los casos, proletarios en algunas de las fábricas que construyó el desarrollismo, como la de la SEAT. Se los veía como una raza distinta; el rostro de un mal que, si no era posible erradicar, al menos había que esconder. Nada tiene peor fama que la pobreza, ya se sabe, y aquellas esquinas de Barcelona —Can Tunis, las barracas del lado de Montjuïc, el Polvorí, Nostra Señora del Port, las playas del Somorrostro donde se sacudía el polvo de la miseria Carmen Amaya— eran lugares marginales e ignorados, otra más de las ciudades invisibles que imaginó Calvino.
Conocía bien Candel esos escenarios, que se acabarían convirtiendo en su Macondo particular. Se había instalado allí con dos años en 1927, cuando llegó con su familia procedente de un pequeño pueblo del norte de Valencia que se llamaba Casas Altas. De Casas Altas a las Casas Baratas que moteaban las faldas de Montjuïc, qué ironías se gasta la vida. El padre de Candel era picapedrero y la madre se reventó fregando pisos y lavando ropa en las casas de la gente con dinero. Muchos años después el escritor contaría que ver a sus padres deslomarse por cuatro perras fue lo que le permitió entender el lugar de dónde venía y lo que debía contar en sus novelas. Pero no nos adelantamos: estamos a principios de los años treinta, cuando la familia había logrado instalarse a las afueras de Barcelona y la ciudad, que aún se estaba recuperando de los fastos de la Exposición Internacional del 29 y acababa de alcanzar el millón de habitantes, se había convertido en un hervidero humano. Luego llegaría la guerra, los años del hambre y de una penuria atroz. Para combatirla, nada más que la astucia, el estraperlo y los precarios refugios que uno se buscaba entre los folletines de La Novela Ideal y los cines de barrio donde después, cuando llegó la victoria franquista, las películas se cortaban a la mitad para que el público —y ay de aquel que no lo hiciera— se levantara de las butacas y empezase a cantar con el brazo bien extendido el Cara al Sol. Una lata, decía Candel, sobre todo porque tenían la manía de escoger el momento en que los protagonistas se estaban dando un beso apasionado para encender las luces, arrancar los gritos de rigor y poner en pantalla, entre los rostros de Errol Flynn y Olivia de Havilland, una efigie enorme de Franco. Así no había manera. Lo escribiría Barral en un verso memorable que define toda una época: «¡Que oscura gente, qué encogidos vamos!»
Fueron una enfermedad y la casualidad quienes decidieron el destino como escritor de Francisco Candel. A los dieciséis años, tras dejar la escuela, anunciar que quería ser pintor y ponerse a trabajar de aprendiz de ceramista y decorador, cayó enfermo de tuberculosis. Como estaba haciendo el servicio militar, lo declararon inútil y fue enviado a morir a casa. Sin embargo, Candel sobrevivió. Seis meses de convalecencia, llenos de lecturas que hizo sin orden ni concierto y que finalmente lo empujaron a sustituir los pinceles por la pluma. Cuando un hombre no aprovecha para nada, se hace escritor, comentaría años después. La conclusión a todo esto sería una novela sobre su experiencia de tuberculoso que, tras pasar sin éxito por el Nadal, quedó en un cajón. Pero el camino estaba trazado; faltaba el empujón, y es aquí donde entra el futbolista Eduardo Manchón, el que cerraba aquella mítica delantera culé que evocaba Serrat en Temps era temps, y al que Candel conocía de niño, cuando ambos mataban las tardes de verano pateando pelotas hechas con trapos viejos en los descampados de Can Tunis. A pesar de que se había ido a vivir lejos de las barracas, Manchón tenía la costumbre de dejarse caer de vez en cuando por el barrio para ver a los viejos amigos y en una de esas se encontró con Candel, quien le comentó que ahora se dedicaba a la literatura, pero que no encontraba dónde publicar. Inmediatamente Manchón se acordó de aquel editor tan simpático que solía visitar los vestuarios del Barça tras los partidos y regalaba libros a los jugadores. Era José Janés. Con la recomendación de Manchón y una carta que le había escrito Sebastián Juan Arbó, miembro del jurado del Nadal del cincuenta y dos y el único, junto a Ignacio Agustí, que había votado a favor de su novela, se presentó Candel en las oficinas de Janés. Llevaba bajo el brazo el manuscrito de Hay una juventud que aguarda, un título pintiparado para describir las ambiciones de novelistas como él y que era, sobre todo, un ajuste de cuentas con aquel mundo editorial que tan difícil se lo ponía a la hora de publicar a los más jóvenes. El libro, por cierto, inauguró una colección titulada Doy Fe, en la que un escritor veterano apadrinaba a un novato. Contaba Candel que casi se derrite cuando le dijeron que tantearían a Baroja para hacer el prólogo, pero la cosa no pudo ser. Al final la tarea recayó en Tomás Salvador, el autor de la muy digna Cuerda de presos, policía de bigote espeso metido a novelista, y que no se tomó a mal los comentarios que el enfant terrible Candel deslizaba en la novela sobre los tejemanejes de los premios y al papel que autores consagrados como el propio Salvador jugaban en ellos.
Tras aquel desahogo en el que muchos jóvenes aspirantes a escritor encontraron un devocionario laico sobre las ingratitudes y sinsabores de la labor literaria, llegaría el libro que hizo saltar a la fama a Candel: Donde la ciudad cambia su nombre. El título, por cierto, fue cosa de Janés. Lo que sí hizo Candel fue tomar como escenario el arrabal de las Casas Baratas donde había vivido de niño y a los vecinos y conocidos de siempre como personajes. El retrato de un caos social que vivía de espaldas a la gran ciudad y que se mostraba sin maquillajes ni afeites: calles sin asfaltar, insalubridad, barracas de interiores sombríos y malolientes, fiestas y verbenas populares, rapaces con tracoma y cubiertos de moscas, aprendices de raterillo y vagabundo, mujeres que cosían en silencio a la puerta de casa y miraban con el rabillo del ojo, hombres de piel negrecida que resolvían con navaja sus reyertas de honor. Una colección de historias de la emigración al gran cinturón industrial de Barcelona, contadas con un estilo desenvuelto, directo e incisivo, que no esquivaba la ternura ni la risa amarga a pesar de tanta mediocridad y sordidez, y donde lo mismo se colaban episodios terribles, como aquel del viejo charnego moribundo al que ninguno de sus hijos quiere y es paseado en carretón de casa en casa para que alguien lo recoja, que otros que hablaban de la lucha diaria por la supervivencia, como esa del muchacho que trabaja como «corredor de pelo», recogiendo y vendiendo el pelo que le dan en las peluquerías. Anécdotas más o menos pintorescas y descaradas, protagonizadas por tipos que se llaman el Perchas, el Cejas, el Cagando, el Matacojos, el Michurella, y que dudaríamos de su veracidad si no fuera por lo que vino después, cuando el libro salió a la calle y los vecinos de Candel se vieron retratados así. El muy inocente imaginaba que nadie del barrio iba a leer la novela. Por poco lo linchan. Tuvo que refugiarse en la parroquia del Port durante unos cuantos días y luego ir de puerta en puerta para disculparse. Se encontró de todo: a unos les molestaba cómo los había sacado en el libro y otros estaban cabreados porque no aparecían en él. Lo que pasa es que la gente nunca está satisfecha. Unos años después contaría Candel todo este lío en la novela ¡Dios, la que se armó!
Las aguas acabaron volviendo a su cauce. Otra cosa más difícil fue contentar a la crítica, que siempre miró por encima del hombro la narrativa de Candel, y, por supuesto, a la censura. El escritor tiene junto a Sastre y Lauro Olmo el dudoso honor de haber sido uno de los autores más perseguidos por la tijera de los censores. Las anécdotas de los secuestros, tiras y aflojas con la administración y tachaduras indiscriminadas que sufrieron sus libros dan para otro artículo, pero me quedo con esa que contaba el propio Candel y en la que un censor que no estaba para gaitas se limitó a indicar que los recortes de Ser obrero no es ninguna ganga iban de la primera página a la doscientas, es decir, todo el volumen. La crudeza de las historias de Candel molestaba, pero no tanto por el lenguaje empleado o el pintoresquismo de sus escenas de extrarradio, sino porque las autoridades preferían que aquella realidad, que constituía el reverso triste y cruel del Desarrollismo, continuara silenciada. Algo así ocurrió con el libro que confirmó la fama del escritor y que también salió con numerosos recortes, una obra de encargo, mitad estudio mitad reportaje y que se tituló Los otros catalanes. Candel tocaba un tema delicado, como era el problema identitario de Cataluña, y su libro se convirtió en referencia; tanto que el entonces molt honorable Jordi Pujol cayó rendido y afirmó que en esas páginas había encontrado la solución para resolver el espinoso asunto de la integración: «es catalán quien vive y trabaja en Cataluña». Y hala, a otra cosa. Han pasado más de sesenta años de su publicación y con todos los defectos, incongruencias y lagunas que uno le quiera señalar, el ensayo de Candel continúa teniendo cierta vigencia, aunque solo sea porque hablaba de unos conflictos de clase, precariedad laboral y exclusión que, llevados a la actualidad, describen algunas de las problemáticas sociales de Cataluña. Claro que habría que empezar por aclarar quiénes son ahora los otros catalanes.
Hay quien dice que la publicación de este ensayo disparó la popularidad de Candel, pero se comió al narrador. En los años siguientes, el escritor entregaría un par de apostillas al libro que lo había hecho famoso y varias novelas, reportajes, artículos y colecciones de cuentos en los que volvía una y otra vez sobre los mismos ambientes suburbiales, siempre con la intención de reflejar aquel mundo depauperado y sombrío al que pertenecía. Por el camino lo hicieron senador y concejal. Se afirmó que con ello Candel representaba al charnego domesticado. Una maldad. La crítica, por otra parte, siguió dándolo de lado. Lo de presentarse como el escritor del proletariado (los títulos no permiten la confusión: Diario para los que creen en la gente, Barrio, La nueva pobreza, Carta abierta a un empresario, Los que nunca opinan, etcétera) y continuar las sendas del realismo social con una escritura bronca y áspera que hacía arrugar la nariz a más de uno le pasó factura. Qué querían. Admirador de Hemingway, Baroja, Pla y Chéjov, Candel escribía con los pies en el barro, siempre fiel a un paisaje familiar, y se limitaba a dar testimonio de lo que veía y oía en las aceras de su barrio; a contar historias del mundo real con las que invitaba al lector a hacer una reflexión social y política. Lo dejó bien claro en alguna entrevista: «Me he criado en un barrio obrero y me siento de esa gente y no lo puedo remediar». Ya ven que fabulaciones y pijaditas, las justas.
De entre todas las obras de Candel, creo que ninguna refleja mejor ese afán por mostrar una realidad cruda y salvaje que Han matado a un hombre, han roto un paisaje, la tercera novela que publicó a finales de los cincuenta y otro de esos títulos impepinables que hay en su trayectoria. Si no fuera porque unos cuantos años después aparecerían unas memorias en las que evocaba su infancia y juventud en aquella Barcelona de preguerra y posguerra, diríamos que este fue el libro de su vida. Una novela que describe los bombardeos sobre la ciudad, las sacas y matanzas indiscriminadas de la retaguardia republicana, la feroz represión que vino después, el chabolismo, la incipiente industrialización de la ciudad y la muerte de unos escenarios de miseria y abandono a través de las vivencias de El Grúa, un marginado que no tiene nada que envidiar al Buscón o a cualquiera de los espabilados truhanes que aparecen en la novela picaresca, y que evoluciona al compás que ese paisaje espeluznante. Sobra decir que la crítica y la censura hicieron trizas el libro. No podían gustarles aquellas páginas amargas y llenas de verdad, donde la escritura de Candel se hizo más agria que nunca y en las que se dibujaba el retrato de un mundo casi irreal, lleno de violencia y crueldad, de una fealdad demasiado honda y grave, tan terrible que duele. Y, sin embargo, a pesar del trazo grueso con que Candel pintó ese fresco de una Barcelona ignorada y herida, el lector observa también una íntima y casi secreta nostalgia que va creciendo hasta convertir la historia de El Grúa y el libro entero en una gran elegía, el lamento ante la imparable transformación de todos aquellos barrios de la Zona Franca y la desaparición de unas formas de vida. El personaje terminará sus días convertido en una piltrafa y refugiado en una cueva, último reducto que concede la avalancha civilizadora a los marginados. Uno puede pensar que en esa mirada del escritor sobre el destino de El Grúa pesa el idealismo sobre unos paisajes que, aun con toda su pobreza y atraso, eran más auténticos y humanos que el entorno industrial que estaba surgiendo. Algo de eso hay, no se lo voy a negar. Pero es que esa nostalgia imposible es coherente con la fe en el hombre que constituyó la narrativa de Francisco Candel. La historia de un mundo desgradado y en permanente fracaso cuya dolorosa memoria desaparecía entre el ruido de las piquetas y los aires de unos nuevos tiempos que no querían volver la vista atrás.
Francisco Candel murió en Barcelona el 23 de noviembre de 2007. Escribió una cincuentena de libros y mostró la estampa de unos barrios y unos paisajes durante mucho tiempo ignorados. Me acuerdo ahora de las últimas páginas de la novela con que se dio a conocer, Hay una juventud que aguarda, donde decía: «seguiré escribiendo, escribiendo, presentándome a concursos, siempre a los concursos, escribiendo hasta que me caiga de viejo, o me muera, o yo qué sé». Un hombre de palabra.