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Castellano  


Narrar los árboles, por Toni Iturbe
ACEC21/1/2020



En el volumen XII de su Historia Natural, Plinio el Viejo escribe: “Los árboles son los templos de los dioses”. Hace 2.000 años podríamos haber visto a Plinio el Viejo, que entonces no tenía aún los 20, caminar apresuradamente por las calles de Roma. Su preceptor, Publio Pomponio Segundo, era un general, pero sobre todo era poeta. La curiosidad por todos los fenómenos de la naturaleza había impulsado a Plinio a estudiar botánica de manera obsesiva. Por eso camina apresuradamente. Se le ha concedido autorización para visitar la lujosa finca del patricio Craso, pero a él la pompa de los ricos romanos le produce flato. Lo que le interesa de la finca no es el mármol de Carrara, ni los manjares exquisitos que se sirven en bandejas de plata, sino esos misteriosos árboles del loto que crecen bajo el agua y dan lugar a unas flores misteriosas de las que ha leído en La Odisea de Homero, cuando Ulises va a parar a la isla en la que sus habitantes, los lotófagos, se alimentan de ellas. Dejará escrito, años después, que “el brillo del oro y el marfil no nos dan más que la adoración de las arboledas sagradas y el profundo silencio”.


Plinio es uno de los primeros naturalistas. Viajará por el mundo del siglo I, será consejero de altos mandatarios e incluso de césares, pero su obsesión será el estudio de la naturaleza desde todas las ópticas posibles, que dará lugar a una de las grandes obras de la antigüedad, su Historia Natural en 36 volúmenes. Una obra fundamental en la formación científica y humanística durante 1.500 años, hasta que en el siglo XVI sea puesta en entredicho por no estar escrita al dictado del método científico. La lectura de el volumen El cielo (reeditado por Siruela) muestra la agudeza de Plinio y esa mezcla de erudición y poderosa imaginación que nada tiene que ver con la burda inventiva, pero también su humildad para reunir conocimientos antiguos de culturas diversas y aceptar sus limitaciones para poder conocer todo. Critica con mucho sarcasmo a los que quieren medir el infinito desde sus cabezas tan finitas.


Él nos explica que “primero se usaron hojas de palma para escribir y después la corteza de ciertos árboles”. La historia de los libros es también la historia de los árboles. La palabra "libro" en español e italiano (igual que "llibre" en catalán, "livre" en francés o "livro" en portugués) proviene del latín "liber", que designaba la parte interior de la corteza de los árboles. Mucho antes de que se utilizara la pulpa para fabricar papel, incluso antes del papiro, ya se utilizaba el árbol para dejar constancia de lo que debe ser contado. También en la cultura americana, geográficamente tan alejada de Europa, la base etimológica de la palabra para designar al libro mira hacia el árbol. En náhuatl se utiliza el vocablo "amoxtli", compuesto por "ámatl", "papel", (hecho de la cutícula fibrosa extraída del árbol amate) y "ox-tli", "‘lo que está aderezado y emplastado".


Libros ecológicos
Podría pensarse que los libros de papel son poco ecológicos porque se hacen a costa de sacrificar árboles, pero la cosa no es así. Miguel Ángel Soto, responsable de la campaña de bosques de Greenpeace, me contó hace un tiempo que “entre los años 2004 y 2010 desarrollamos la campaña Proyecto Libro Amigo de los Bosques. En primavera de 2010 el sector papel era ya consciente de la demanda de productos papeleros con ecoetiqueta o certificación forestal, y existían numerosos fabricantes, distribuidores, almacenistas e imprentas con certificado de cadena de custodia capaces de identificar correcta- mente las publicaciones que reúnen estas condiciones”. Me sugirió hablar con la delegación española del Forest Stewardship Council (FSC), una organización mundial sin ánimo de lucro que audita bosques y certifica el manejo forestal responsable. Su director ejecutivo, Gonzalo Anguita, no estaba entonces entusiasmado con los editores españoles: “El sector editorial español en general no se ha preocupado por la sostenibilidad de la gestión forestal conforme a los estándares internacionales de FSC”. Pero en otros países la situación es mucho mejor: “en países como Alemania, el noventa por ciento de las editoriales utilizan papel con certificado FSC”. La idea de que los libros electrónicos son más ecológicos no parece ser correcta. Los expertos medioambientalistas de la Fundación Terra afirman que “la celulosa extraída de los árboles es un material renovable, especialmente si se gestiona el bosque adecuadamente (por ejemplo, bajo un estándar tipo FSC). Los materiales de un ebook son todos ellos materiales no renovables (metales, plásticos, cristales tratados, etc.) que dejarán una profunda huella en nuestro planeta, en forma de paisajes arrasados por la minería y escombreras tóxicas, pues la metalurgia no es precisamente una técnica de bajo impacto”.


Le pregunto sobre el asunto al escritor y activista verde Jordi Bigues, autor de El futur dels llibres electrònics (editado por Pol.len Edicions): “El papel usado se recicla en gran medida. Una buena parte del papel procede de papel usado, reusado y reciclado. Esta recolección es muy anti- gua y el papel obtenido es de gran calidad, como el de La Vanguardia, por ejemplo. Reciclado no es necesariamente sinónimo de ecológico. Todo necesita su precisión. Pero si lo comparamos con las tabletas electrónicas, ordenadores y otros soportes... el papel es ‘lo más ecológico’, y si procede de papel reciclado, aún más”.


Narrar los árboles
Henry Thoreau, uno de los primeros escritores en convertir su relación con la naturaleza en materia literaria, escribió en Walden que "cuando tenía alguna cosa importante que decidir, en lugar de consultar a hombres sabios visitaba algunos árboles”. Los libros se han escrito desde hace miles de años con materia vegetal y la literatura, en cambio, ha tardado mucho en mirar de manera pro- funda la naturaleza, con maravillosas excepciones como Thoreau, y los árboles han sido muchas veces un mero decorado. Es en estos últimos años que la escritura sobre la naturaleza empieza a verse no como una extravagancia sino como una necesidad, no solo en ensayos va- liosos, sino en la propia fabulación literaria.


Se busca idear mundos ficticios en enrevesados universos paralelos, galaxias re motas o futuros distópicos, pero ninguna complejidad puede superar el asombroso universo de un metro de bosque. En lo que vemos y en lo que escapa a nuestros ojos a simple vista. Nos lo muestra de manera fascinante el profesor   de Ecología Vegetal de la Universidad de Cornell David Wolfe en El subsuelo (que publicará Seix Barral el 3 de octubre): en un palmo de terreno hay millones de microorganismos que viven una vida que ignoramos, pero que es crucial para nuestra propia existencia y la del planeta. Explica que "los últimos datos científicos sugieren que el total de biomasa de la vida que se agita bajo nuestros pies es muchísimo más vasta que todo lo que observamos en la superficie”. Con humor científico dice que “¡Somos unos chauvinistas de la superficie!”.


Los bosques tienen la capacidad de llevarnos hacia ciertas profundidades. La experiencia de salirse del sendero, adentrarse en el bosque y quedarse solo es como viajar al pasado más remoto del planeta, cuando la Tierra era vegetal y la vida crujía por todas partes. Al detenerse uno en mitad de la fronda lo que se observa es el infinito. Materia vegetal sobre materia vegetal. En ese metro de masa en fundición de musgo, hojarasca, ramas, troncos, helechos, insectos, bacterias, hongos hay más complejidad que en el motor de un Airbus. Aunque la gran lección del bosque es que la complejidad es simple: todo vuelve de donde vino, todo se hunde en el suelo para volver a resurgir, todo muere para volver a nacer. Y, en ese gran teatro del planeta, los árboles son todavía grandes personajes sobre los que la narrativa ha contado muy poco. Tras libros importantes publicados recientemente como El bosque infinito de Annie Proulx (Tusquets) o El árbol de John Fowles (Impedimenta), coinciden ahora en las librerías dos obras de ficción en las que el árbol es protagonista.



Memorias de un árbol
La palabra "árbol" proviene del latín "arborem" y esta, del latín antiguo "arbos". Y un dato que no debería pasarnos desapercibido: la palabra "árbol" en latín era femenina. El protagonista de Memorias de un árbol (Roca Ed.), escrito por Guido Mina di Sospiro, es una árbol, un tejo hembra. Hay árboles hermafroditas, pero otros producen única- mente flores femeninas y otros solo flores masculinas. “Hace veinticuatro mil setecientas cuarenta lunas, recuerdo… haber nacido. Recuerdo que fui brotando lentamente de la blanda tierra”. Todas esas lunas son 2.000 años. Los tejos son árboles muy longevos. Este libro rinde homenaje a un tejo milenario de Irlanda (el autor se ha documentado en profundidad sobre un ejemplar real), aunque su asombrosa edad no es extraordinaria en el mundo vegetal.


El árbol vivo más viejo del mundo es un Pinus longaeva que tiene 4.847 años y se llama Matusalén, aunque multiplique por cinco la edad del personaje bíblico. Así lo estableció el Laboratorio de Investigación de los Anillos de los Árboles de la Universidad de Arizona, una de las autoridades mundiales del tema. Se encuentra en un lugar secreto del Bosque Nacional Inyo, en el centro de California, porque el Servicio Forestal de Estados Unidos se niega a revelar sus coordenadas exactas o a facilitar fotografías, y entre el bosque de árboles milenarios resulta indistinguible. No les falta razón para sus prevenciones. El árbol que anteriormente encabezaba la lista de los más longevos acabó hecho astillas. En agosto de 1964 un estudiante de Geografía de la Universidad de Carolina del Norte lo eligió para ilustrar la investigación que estaba llevando a cabo para un trabajo sobre clima en base a la datación de los anillos del tronco. No está claro si contó con la connivencia de los cuidadores del parque, pero la cuestión es que se puso manos a la obra con un hacha. Le debieron de poner buena nota en el trabajo por su dedicación, pero hoy día lo que queda de Prometeo se guarda en tres cajas de cartón en el Laboratorio de Investigación de los Anillos de los Árboles.


Así que, para evitar en Matusalén el afán de lucimiento de otros estudiantes, la revolera de algún iluminado, la manía de grabar cortezas o incluso de hincarle candados o cualquier otra ocurrencia, se tomó la decisión de mantenerlo fuera de los focos. Está ahí, a la vista de todos, pero lo oculta el propio bosque. El tejo de Mina di Sospiro se agita alegre como el cachorro verde que es, bajo la sombra tutelar de su madre, un tejo que le habla de su longevidad y su jerarquía en el ecosistema. Aunque con el tiempo descubre algo importante: “¿Cómo iba a saber que una de las claves de la longevidad es la de pasar desapercibida?”. En realidad, tiene dos madres: el gran tejo que le ha proporcionado la semilla y la madre naturaleza, pero con esta está menos conforme: “Mamá me hablaba directamente, pero la madre Naturaleza no”. Se nos muestra cómo los árboles reinan en el bosque, pero todo está conectado, y no solo es una frase mística sino también fisiológica: los excrementos de los animales a ellos les suponen una aportación valiosa: “Un zorro al que por lo visto yo le había caído bien y solía regarme las hojas con aquel líquido. Todos los días”.


En este relato en modo fábula, los tejos no son especialmente modestos, se consideran “el árbol que vive más tiempo sobre la Tierra, y también el más sabio”. Veremos transcurrir por delante del árbol 2.000 años de historia: pasarán los romanos, los crueles rituales celtas, los monjes franciscanos, pasaremos por su madurez de los mil años, la veremos disputarse el territorio subterráneo con los robles, afrontar los graves problemas de deforestación de Irlanda… se nos irán narrando múltiples historias hasta llegar a la época actual, cuando se siente respetada dentro de la protección de un Parque Nacional y se le ha puesto incluso una barrera protectora para salvaguardarla de los excesos de esa eclosión emocional humana denominada turismo.


El autor, con un loable deseo de apoyar la causa #MeToo, señala que “cuando la turista es mujer, por lo general las cosas son mejores”. A veces cierto exceso de corrección política, fábula amable y buenrollismo lastra un poco el libro. Pero la idea de biografiar un árbol es excelente y consigue que acabemos de empatizar con este tejo hasta el final. 


El clamor de los bosques
Richard Powers tiene la mirada intensa de los bizcos. Escribe con fuerza y una paleta de colores a veces cargada, pero siempre verdadera. Su novela El clamor de los bosques (ADN) es uno de los libros importantes del año. Explica en una entrevista que nunca había prestado un interés especial a los árboles hasta que hace unos años se quedó solo frente a una secuoya gigante en California y tuvo “una conversión religiosa, pero no en un sentido teísta sino en el de regresar a un significado de las cosas que no empieza ni termina en el ser humano”. La idea central del libro es “que hay una forma de vida más rica, diversa, longeva y eficaz que la humana, y o nos sumamos a ella, o estamos abocados a la extinción”. Es un libro que bebe de las fuentes de la No ficción, pero es literatura pura.


Por encima de las piedras de la documentación, la imaginación crece como una hiedra. El propio Powers reconoce que no son buenos tiempos para la novela de ideas y que la narrativa comprometida ha sido tradicionalmente sosa y sin capacidad de seducción. De ahí que su propuesta haya resultado un puñetazo en la mesa de las novedades literarias del año en Estados Unidos: una novela de largo recorrido (cerca de 600 páginas) con nueve historias en ámbitos muy diferentes y con perfiles distintos escritas con ese estilo suyo emocional pero que escapa a los dedos pegajosos de la literatura blanda. Es un libro magnético desde la primera historia del pionero Hoel y la obstinación que se hereda generación tras generación de fotografiar el viejo castaño plantado por el patriarca, hasta la historia de la combativa Patty, una activista que desarrolla una teoría sobre el complejo sistema de comunicación de los árboles a través de sus raíces. 



Porque las nueve historias –artistas arrebatados, ingenieros calculadores, veteranos de guerra desnortados…– son aparentemente independientes, pero como en los cuentos de las Mil y una noches, hay una cinta que los enlaza, y son esos poderosos árboles que ejercen de tótem al que agarrarse cuando todo se hunde, mucho más afianzados en el suelo que esos humanos rodantes que dan tumbos de aquí para allá. Y los personajes de Powers resultan, finalmente, tener precisamente la misma condición que los árboles vistos en el bosque: aparentemente son independientes y cada uno está separado del otro pero, en realidad, en el subsuelo sus raíces se están tocando, entrelazando, chisporroteando sin que nos demos cuenta. 


Y esas nueve historias aparentemente individuales se acaban uniendo: varios de los personajes confluyen en la lucha ecologista, llegando incluso al radicalismo, con los secuoyas como emblema. El mensaje ecológico puede a veces ser redundante en los personajes, pero, dada la sordera general ante la tragedia del cambio climático, toda insistencia es poca. El clamor de los bosques ganó el último premio Pulitzer y consolida a Powers entre los grandes de la narrativa norteamericana. Dice Patricia en el libro: “Los árboles saben cuándo estamos cerca de ellos. Las substancias químicas de sus raíces y los perfumes de sus hojas cambian cuando nos acercamos… Cuando te sientes bien después de un paseo por el bosque, puede que sea porque algunas especies te están sobornando. Los árboles producen muchas drogas sorprendentes, y aún no hemos descubierto ni la parte más superficial de todo lo que nos ofrecen. Los árboles llevan mucho tiempo tratando de llegar a nosotros, pero hablan con unas frecuencias demasiado bajas para que los oigamos”. Oigamos más a los árboles, estrujemos las páginas de los libros para que nos hablen.


   
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