Viernes, 29 de marzo de  2024



Català  


¿El idiota de la familia literaria?
18/3/2009


Françoise Wuilmart
Directora del Centro Europeo de traducción literaria
y de la Casa del Traductor  Literario de Seneffe.


En el continente de la Literatura, existe una tierra fértil y productiva que, si no vamos con cuidado, corre el peligro  de convertirse en la tierra de nadie de la literatura mundial: la traducción literaria.

Esta historia tiene su origen en una sombría  farsa en la que yo «he pagado el pato». Sábado 21 de febrero, mediodía, pillo por los pelos una emisión de France Culture cuyo título lo tiene todo para gustarme: Questions d’éthique, programa dirigido por Monique Canto-Sperber, directora de l’École Normale Supérieure.  La obra de la que van a hablar, Une Femme à Berlin, es el diario íntimo de una joven berlinesa (anónima), de abril a junio de 1945, época en que los rusos desembarcan en Berlín y se apoderan de todo, incluidas las mujeres. La emisión empieza con una larga cita del diario. Primera emoción: esta cita me la sé de memoria, son mis palabras las que salen por antena, o, mejor dicho, las palabras de la alemana anónima trasladadas al francés gracias a mis esfuerzos.  Cuando se traduce un texto de semejante envergadura no siempre se puede guardar las distancias. Igual que cualquier otro creador, el traductor literario no utiliza tan sólo su cerebro, también debe recurrir a sus cinco sentidos y a sus vivencias afectivas. Si quiere  devolver la voz extranjera con toda su autenticidad, si quiere emocionar o provocar la reflexión de la misma manera que el autor,  tiene que convertirse en actor, en el sentido en que lo entendía Stanislavski:  sacar del fondo de uno mismo todos los recursos personales para encontrar mejor la palabra, el ritmo, el tono justos.

El programa me reserva otras sorpresas. El interlocutor invitado, asimismo profesor de l’École Normale Supérieure, no es otro que Jean-Pierre Lefebvre, germanista y traductor famoso.  Se me encoge el corazón: ¿por qué no se me ha pedido también a mí que asista al programa? Conozco las entrañas de la obra, conozco sus límites, la génesis, el impacto histórico o ideológico, y no ignoro nada de la experiencia que ha demostrado la autenticidad del manuscrito confiado a Kurt Marek (anagrama de Ceram).

La persona anónima había revivido en mí mientras la traducía, me habría gustado hablar por ella. Ahora bien, el hombre que habla allí de  la asombrosa  vivencia de una  mujer la elude en beneficio de un análisis histórico-ideológico, erudito sin duda, pero poco atento a la densidad física del texto y a la calidad de la escritura. Ni una sola palabra sobre las condiciones reales  en que se escribió el diario, sobre el humor negro como tabla de salvación de la dignidad en la atrocidad, de la noble imparcialidad en la adversidad, o de los avatares del manuscrito que más tarde cayó en manos del movimiento feminista, y paso de ello.

El programa llega a su fin y se me cae el alma a los pies: ni al entrevistador, una mujer de letras, ni al entrevistado, un traductor al que habría creído solidario, se les ha ocurrido por un solo instante citar el nombre de la traductora. Y los agradecimientos finales sólo serán para los miembros del equipo técnico.

La mayoría de mis colegas enterados del caso aplaudieron el aire fresco que significaba mi cólera, ya que un buen número de ellos hacía mucho tiempo que se habían resignado. Y así es, mi caso no era más que uno entre centenares. Para convencerse de ello  basta consultar una página web que acaba de plantear la cuestión: http://zozodalmas.blog.lemonde.fr

Questions d’éthique… Sin embargo el título era un buen augurio, ¿no era el lugar privilegiado de la honestidad intelectual y, por consiguiente, del respeto a los derechos morales de la paternidad de un texto? ¿Dónde aprieta el zapato verdaderamente? ¿Egocentrismo parisino, elitismo de casta, pedantería universitaria? Se invitan entre ellos, brillantes poseedores  del saber y de la competencia, y dan la  espalda por sistema al elemento esencial, al que a priori juzgan incapaz de elaborar una reflexión sobre el trabajo, olvidan por sistema la existencia de las manos que con talento y pasión, y a costa de algunos esfuerzos, han reconstruido el mosaico completo de una gran obra… ¿Por qué la labor minuciosa del traductor literario, coautor de sus obras, escritor de la cabeza a los pies, verdadero embajador cultural, queda olvidada, ignorada, burlada? ¿No es más que el idiota de turno, castigado con el anonimato porque sería incapaz de tener un estilo propio o ideas propias y se ve reducido a imitar a los «verdaderos» escritores? ¿No tiene por tanto,  al fin y al cabo, lo que se merece? Cuando un Michel Pollack alaba el estilo de la Femme à Berlin, ¿por qué no se le pasa por la cabeza que este estilo es por fuerza el resultado de un juego a cuatro manos? En otros terrenos, las ovaciones de los espectadores de Hamlet no van destinadas solamente a Shakespeare, y ¿quién se atrevería a concebir un cartel de teatro sin el nombre de los actores?
   
No obstante, hay una palabra que da esperanzas: la ATLF –Asociación de Traductores Literarios de Francia-, presidida por Olivier Mannoni, prepara en la actualidad un sistema de reacción colectiva y sistemática ante los olvidos del nombre del traductor en los medios de comunicación audiovisuales o escritos, así como en los puntos de venta  de libros, que con demasiada frecuencia nos olvidan. Por cierto: ¿se pueden imaginar el espectáculo que ofrecerían las Ferias del Libro si se retiraran de los estantes todas las obras traducidas?  Es de esperar que nuestra venganza, prudente o descabellada, no encuentre sólo molinos de viento y acabe por vencer al Maligno.

Traducción de Carme Camps



   
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